En la primera parte de esta historia se señaló que la sociedad mexicana, considerada un individuo vivo, se asumía como un hombre predestinado al sometimiento y la opresión. De igual manera, se mencionó que esa era sólo una visión de la realidad en virtud de que en el país había oportunidades de crecimiento y desarrollo semejantes a las existentes en las naciones de primer mundo. Ahora, en esta ocasión se hablará de la manera en que sería posible realizar un cambio de concepciones que “posible” (como dicen a manera de muletilla los niños del siglo XXI) podría contribuir al renacimiento de México.

Para lograr un cambio de concepciones es necesario, como un primer paso, perderle el miedo a aceptar la realidad, es decir, a hablar con toda libertad de que el conocimiento se construye. La base para iniciar con este proceso de saneamiento mental es erradicar la idea de que la ciencia es infalible y finita como se plantea en los niveles más básicos de la educación en el país; eso se puede lograr poniendo en evidencia la manera en que, basados en distintos métodos y siguiendo diferentes propósitos, los individuos producimos nuevas ideas.

Podríamos disminuir el peso que le otorgamos al conocimiento como algo que se descubre para promoverlo como un medio que nos lleva a revelar realidades que permanecen desconocidas. Quizá, plantearlo como un ente que evoluciona a lo largo del tiempo produciendo, gracias a sus aplicaciones, recursos tecnológicos que nos facilitan la vida. Tal vez, verlo de esa manera facilitaría la tarea que nos involucra a los docentes y que se refiere a infundirle a los jóvenes la emoción por la novedad, el interés por lo inédito, la búsqueda de lo inimaginado, como una vía para generarles interés en el estudio. Las neurociencias, en su vertiente de estudios encaminados a la educación, son un semillero de ideas y noticias que podrían facilitar el diseño de instrumentos didácticos para emprender esta transformación de concepciones.

Y si el conocimiento se construye y nos enfocamos a estudiar los métodos que permiten llegar a verdades científicas ¿dónde queda la historia? pues déjenme decirles que queda en un lugar privilegiado, se nos podría convertir nada más y nada menos que en la conciencia de ese ser humano que es la sociedad. Sin entrar en polémicas ni controversias diremos que la conciencia, según la Real Academia de la Lengua Española (que no es lo mismo que del castellano) “es el conocimiento del bien y del mal que permite a los seres humanos enjuiciar sus actos”, por lo tanto, la historia que construyamos será nuestra manera de visualizar lo que es apropiado y lo que no es inapropiado recordar para la evolución de los mexicanos.

Es en este punto es donde la experiencia de la sociedad mexicana y sobre todo, el reconocimiento de las cosas que sí funcionaron en la historia, nos puede llevar a meter un gol que no sea producto de un penal o a completar magistralmente una nueva carrera en el marcador del tiempo. Si somos honestos y valientes para aceptar ante las nuevas generaciones que las visiones de la historia se han construido en épocas de crisis para fomentar la cohesión de un pueblo que siendo plural y heterogéneo amenaza con desarticularse, también podemos elaborar una versión que haga lo mismo pero en distinto sentido y promueva la libertad antes que la opresión como rasgo que identifique a la sociedad mexicana.

La diferencia entre uno y otro tipo de historia se basa en dos cosas, la dinámica bajo la cual integramos los acontecimientos y la manera en que dimensionamos los hechos o episodios que incluimos en la narración. La antigua historia convertía el pasado en proceso a partir de dinámicas que buscaban resaltar la importancia que adquiría la unidad del pueblo mexicano frente a los efectos nocivos que traía el contacto con naciones extranjeras. La nueva puede girar en torno a la relevancia que asume la cohesión social para fortalecernos y enfrentar con arrojo los desafíos que nos trae el siglo XXI como país (la concreción de la equidad legal, el respeto a los derechos humanos, el combate al narcotráfico, entre otros), así como para acrecentar nuestra seguridad y confianza en las relaciones con los demás países.

Lo que se propone, básicamente, es que la cohesión social que se promueve a través de la historia nacional (entendida como un instrumento forjador de identidad cultural) deje de estar medida por el miedo y lo empiece a estar por la confianza. La confianza abre paso a la libertad porque nos brinda la certeza de que el presente es mucho mejor que el pasado y, en consecuencia, abre la posibilidad de que el futuro sea mucho mejor que el presente. Esto se basaría no únicamente en el hecho de que aprendimos de nuestros errores sino también responde a que dejamos de estudiar las razones por las que no funcionaron las cosas para examinar cómo le hicimos para que sucedieran la que sí se lograron.

Definida la dinámica positiva de la nueva historia lo único que bastaría sería redimensionar los acontecimientos históricos. Sugerir dos cosas no está demás. Dejar de examinar los procesos en función de sus resultados y abandonar complejos para situar a México en el contexto internacional permitiría interpretar sus procesos más allá de los límites del territorio nacional y encontrar en el principio de los hechos los verdaderos logros de la historia. Veamos, por ejemplo, lo que podría suceder con la revolución mexicana.

Si dejamos de refunfuñar porque el neoliberalismo dio al traste con los logros de la revolución y empezamos a comprender que el movimiento maderista generó un sentimiento de unidad nacional de dimensiones inéditas y desconocidas en el país no alcanzo a visualizar los límites de todo lo que se podría lograr. Por ejemplo, qué tal si examinamos cómo fue que noreste, norte, noroeste, sur, sureste siendo regiones tan diferentes se integraron a la lucha. O si buscamos en el acontecimiento las condiciones que hicieron posible la integración de las regiones en una sola lucha, es decir, que la inconformidad de los campesinos se volviera empática con la de las clases medias y la de los obreros. Sería increíble que entendiéramos que la revolución no buscaba en sus inicios la elaboración de una nueva constitución ni el surgimiento de los derechos sociales para que pudiéramos ver que el objetivo que unió todos en la lucha, el derrocamiento del régimen porfirista, si se logró y de manera contundente.

A la par de dejar de refunfuñar por las cosas que nosotros creemos debieron haber sucedido y que no nos dejan ver lo que en realidad sucedió, podemos trascender complejos eliminando viejas inseguridades para situar el lugar de la nación mexicana en una realidad más amplia. Cuando volteamos a ver la historia de las sociedades que se ubican más allá de los límites de las fronteras del país podemos observar con mayor nitidez el plano donde se encuentran los mexicanos. Observar, por ejemplo, la manera en que se inscriben Europa y Asia en los procesos de integración global, o hacer analogías sobre lo ocurrido con el commonwealth inglés y el estado liberal en México, se nos plantean como recursos para comprender cuáles son los aspectos que están fallando, haciendo crisis, y que, por lo tanto, podríamos reivindicar o modificar para seguir avanzando.

Son infinitas y más que emocionantes las posibilidades que se abren ante un cambio de concepciones en cuanto a la funcionalidad de la historia. Pero lo más impresionante es que todo empieza con la re significación de la palabra y, muy posiblemente, con la definición de los tiempos en las que realizamos nuestras acciones. Explicar eso último, si me lo permiten y leen, lo haré un tercer y último texto sobre el tema.

Por Patricia Vega

Fotografía de Benjamín Alonso

En algún callejón de Álamos, Sonora. Enero 2017.

Sobre el autor

María Patricia Vega Amaya vive en Hermosillo y es historiadora dedicada a la docencia. Licenciada en Historia por la Universidad de Sonora, maestra en Historia por el Instituto Mora y egresada del doctorado en Historia del Colegio de México. Twitter: @profe_patty

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