Me dijeron hace tiempo que las casas son corazones. También laten, lloran, sienten. Son espacios donde abundan historias, baúles de inusitados recuerdos, todos ellos inquebrantables. Son hembras, después de todo. Nos acogen cautelosamente, como una madre, para que no huyamos y no creamos que quieran dañarnos. Por eso uno se siente en paz cuando vuelve a casa de trabajar o de un largo viaje, porque ya existe ese lazo que siempre, sin importar el tiempo que pase, nos hará querer regresar a nuestro rincón favorito.

Yo formé ese lazo hace muchos años. Paso en mi casa la mayor parte del tiempo y cuando no estoy, ella lo siente ¿saben? El poco tiempo que salgo a sentir el aire, normalmente al panteón vecino, ella me llama, porque yo siento ese grito en el pecho y vuelvo lo antes posible. Y ella sigue ahí, por supuesto ¿cómo va a irse? Si yo soy lo único que tiene y que nunca va a abandonarle. Así somos, la cuido y me cuida. Y esta extraña soledad que nos une es lo que nos mantiene vivas. Yo sonrío al verle, y aun veo en su mirada blanca y suntuosa la más pura perfección, intacta a pesar del tiempo. Su presencia es parte del atractivo de este mágico pueblo. Y también es mi única testigo de que alguna vez lo tuve todo, no solo a ella. Y con “todo”, no me refiero a riquezas o privilegios como muchos pensarían o querrían. Yo tenía lo que toda mujer en el fondo desea más que cualquier otra cosa en el mundo: un hombre a quien amar para siempre.

El cielo no me parecía distante cuando yo estaba a su lado. Es así como dicen que se siente ¿no? El amor. Vivir volando aunque no sea en una nube, en el aire o en las estrellas. Cuando cada partícula de cielo se vuelve maravillosa, tal vez por estar cerca de dios o aquello que consideran divino. Yo no sé qué considerar divino si ni siquiera un dios he considerado mío. Solo sé que mis ojos lograron creer en esa tan pura y distraída manera que él tenía de vivir. A veces lo escuchaba hablar y sentía que había perdido mucho tiempo escuchando otras palabras y leyendo otras tantas. Gozaba cada contacto pétalo, regado en caricias de a poco, pero que el cuerpo siente como volcán, huyendo siempre de lo visible, de lo inquisitivo y negro que en todo momento nos acechaba.

Porque así era como tenía que ser. Era esa ya desdichada historia que los siglos no se cansan de repetir. Mi apellido sonaba, el suyo no. Con eso basta para entender lo demás. Mi madre lo pisoteaba con los ojos, y mi padre, no podía estar más avergonzado. Ya había comprometido a su hija con el mejor prospecto ¿y ella enamorada de uno de los sirvientes? ¿En qué cabeza cabe? ¿Cuándo ha funcionado algo así? Pero también ¿Cuándo han podido contra un amor tan fuerte? ¿Cuándo entenderá el mundo que ni siquiera uniendo todas las riquezas que yacen sobre la tierra, podrá existir algo tan poderoso como dos corazones aferrados el uno al otro?

Naturalmente, los nuestros estallaron al poco tiempo. Podíamos permanecer y soportarlo todo o desafiar esa realidad hostil. El riesgo era mucho, pero ya no podíamos callar nuestro desenfrenado secreto.

La noche que escogimos se veía increíble. Parecía que el mismo espíritu del pueblo de Álamos nos apoyaba desde el cielo. La sonrisa espeluznante de la luna me aterrorizaba y a la vez me atiborraba de luz. Nuestros pies temblaban con cada paso alargado hacia la puerta para hacer el mínimo ruido. Cual fuera el indicio, nos petrificábamos, como viles prisioneros bajo el efecto de la perseverancia. Nos volvimos uno con el silencio dominante, o será que inconscientemente ya éramos parte de él. Cuando al fin logramos salir de la casa, corrimos como cualquier infancia en galope, y sin importarnos más, cedimos las riendas al instinto y a la pasión del momento. Y vaya luna. Seguía velándonos, riéndose y seguramente era de la ocurrencia que es detenerse en el panteón de enfrente a hacer el amor de aquella manera. Pero era testigo de que ya no queríamos límites, aunque fuera por esa noche. Aunque unos momentos después todo se derrumbara, se detuviera de golpe. Como un disparo. Sentimos la presencia de pronto y luego la fuerza del brazo enfurecido. Nunca había sentido tanto desprecio hacia aquellas cuatro pupilas que dictaban y herían cada línea de mi vida. Y mi dolor más grande fue que aun rogándoles sin piedad que no lo hicieran, me arrebataron al hombre de mis ojos. Todo parecía perdido, pero aun sostenido de brazos, me aseguró al oído antes de partir las palabras que se volverían la fuerza de mis débiles latidos.

Me habían arrancado las alas, el color de mi paisaje. Los segundos se apaciguaron y así se quedaron. Y yo solo seguía tratando de entender cómo nos descubrieron. Habíamos planeado la huida con cautela. Comencé a desconfiar de las paredes ¿Les habrán hablado de lo nuestro? No podían ser tan ubicuos. Alguien disfrutaba estropearlo todo y yo cada día descifraba posibles culpables. Pero ¿que importaba ya, si mi amado estaba preso y lejos de mí? Esa fue la orden de aquella noche, donde la única esperanza se redujo a un susurro casi mudo, pero de nota firme y clarividente: “Volveré a tu balcón. Y cuando acabe la serenata, huiremos de aquí a vivir juntos, lejos de todo esto”. Sentía en el pecho la dulzura de su voz cuando renacía. ¡Él volvería por mí! ¡Yo lo sabía!

Me volví la princesa atrapada en su castillo esperando a su príncipe. Y la belleza del pueblo agregaba un poco la magia que le faltaba a mi cuento sin hadas. Álamos siempre brilla en todo su esplendor, pero el ambiente de aquellos días solo trajo vientos más lentos y fúnebres. La espera comenzaba a alargarse, pero nada apagaría mi loca ilusión. Empecé a ignorar las paredes, a alejarme de los míos, a dejar de comer, a abrir las ventanas y mi balcón. Lo lento de las tardes comenzaba a acumularse en bolsas bajo mis ojos y el silencio de mi cuarto era cada vez más súbito y penetrante. Tanto mal resultó una ofensa imperdonable, y mis padres comenzaron a llenar mi puerta de innumerables prospectos. Mi negación abyecta solo hizo crecer su furia y también la vergüenza que apuntaba directo a su tan impecable y acomodada posición. Escuché el cerrojo asegurarse por fuera una de mis acostumbradas tardes mirando por mi balcón, pero en mí ya no había espacio para el miedo. Estaba tupida de amor esperanzado hasta las entrañas. Ya estaba sola, desde hace mucho. Encerrarme no apagaría mis sueños, por más lejanos que parecieran, yo seguiría de pie, dedicada solo a mirar asiduamente para no perderme el momento en que mi único y arrebatado amor llegara a regresarme la vida con mi anhelada serenata, para luego partir juntos a la eternidad.

Luna tras luna, lluvia tras lluvia, estación tras estación, año tras año, pena tras pena… ¿Qué tan fuerte es el dolor de la soledad? ¿Es tanto como para consumirte la vida? Recuerdo que de pronto mi voz dejó de sonar, mis ojos de llorar. Tenía todas las uñas carcomidas y la piel se me había pegado al esqueleto. Yo debería ser una novia bellísima, caminando hacia el altar de la mano con él ¿Dónde estaba? ¡¿Por qué no había vuelto como me lo había dicho?! Mi mirada hacia atrás me retorció todo el cuerpo y un miedo jadeante se apoderó de mí. Empecé a temblar como si atacara el invierno, pero era el poder de la histeria que explotó convirtiéndose en frío. Mis ojos escapaban de sus órbitas y al mismo tiempo que apretaba mis labios y abrazaba mi cuerpo con fuerzas inhumanas, un espasmo brotó de lo más hondo, y poco a poco, el aire dejaba de sentirse pesado… mi cuerpo paraba de estremecerse… mis ojos dejaron de intentar escapar… el dolor cesaba y de lo lejos se acercaba creciendo una luz, clara y asosegada como la luna…

Desperté. No sé cuánto tiempo después, pero el dolor ya no existía. Me sentía ligera. Demasiado ligera. Y algunas cosas del cuarto se habían movido de lugar. Al ponerme de pie descubrí que flotaba. Fue fácil agarrar equilibrio y mientras ensayaba mi nueva habilidad, me topé con el espejo. Vi una piltrafa transparente. Era funesta y pálida, como la misma muerte. La paz que buscaba me había coloreado completa, incluso el vestido de novia que llevaba puesto. Era precioso, como en mis sueños. Mis manos simulaban un humo blanco que mantenía su forma, y al querer abrir la ventana se me fueron ambas hacia el otro lado. Asomé mi cabeza un poco y miré como una multitud vestida de negro se amontonaba en el cerco de enfrente. Escuché un sollozo muy falso, y de pronto, 2 hombres salieron cargando mi cuerpo por la puerta principal. Ahí por donde hacía tanto que había intentado salir. Mucha gente que ya no hacía en el mundo apareció, y mis padres recibían sus respectivos abrazos. Sentí algo de pena por ellos, pero aunque quisiera, ya no podría abrazarlos. La apariencia les quitó a su hija y por eso mismo, lo tenían más que merecido.

El tiempo fue llevándoselos uno a uno. Yo ya me había apartado de ellos, por eso no hubo tristeza alguna. Solo quedábamos la inmensa casa y yo. Eso me permitió deambular libremente por los pasillos a todas horas y revivir el pasado. No sé en qué momento la noción de los siglos se me fue, y sin darme cuenta mi casa se volvió un atractivo en el pueblo de Álamos. Desde hace tiempo, en ciertos días de Enero, se reúne aquí una abigarrada multitud de jóvenes a hacer fiestas de luces coloridas hasta el amanecer. También, durante otros meses además de Enero, se acapara de excursiones o guías turísticas que recorren la casa entera explorando sus rincones y tomando fotografías, hasta que un día escuché que narraban mi historia.

Y que a veces se alcanzan a escuchar el Jacinto y la Beatriz en el panteón, y que los ruidos de la casa, y que la dama de blanco, y que se quedó esperándolo en el balcón, y que no sé qué tanto. Las versiones varían con el tiempo, pero todas conservan mi deseo más antiguo, mi sueño enamorado. Quizá mi cuerpo no soportó la espera, pero el alma es inmortal. Por eso permanezco aquí y la tragedia de mi historia va de boca en boca. La espera es infinita y yo sigo de pie, con mi vestido de novia y lo que el tiempo logró decirme: mi corazón late en ella, en mi preciosa casa, blanca y suntuosa, lista para recibirlo. Después de todo, nuestra inusitada y ya conocida soledad deleita a todas esas miradas que creen en el amor, y los desinteresados son así porque no conocen la leyenda y la magia que reinan aquí, en la famosa Casa de las Delicias.

Por Rocío Castío

Con este relato Rocío ganó el segundo lugar en el XI Concurso de Cuentos y Leyendas del Sur de Sonora, fallado a principios de este mes y auspiciado por la Universidad de Sonora (Unidad Regional Sur) y el Ayuntamiento de Navojoa

Fotografía de la Casa de Las Delicias por Álamos Mágico

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Sobre el autor

Rocío Castillo (Hermosillo, 1990) estudió la Licenciatura en Enseñanza del Inglés en la Universidad de Sonora y anda en bici.

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2 comentarios

  1. Felicidades por los logros que has realizado en el plano de la escritura literaria. Espero sigas escribiendo siempre.

    «Quizá mi cuerpo no soportó la espera, pero el alma es inmortal..:»
    -R. Castillo

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