Un «delicioso» -la palabrita de moda- texto que su autor escribió hace nueve años y hoy cobra especial sentido.

Cómetelo, te va a encantar

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El pasado 30 de septiembre se nos murió la majestuosa Jessye Norman. Tuve la fortuna de escucharla muy cerquita cuando vino a Álamos hace ya nueve años. Rescato sin cambios del baúl de los recuerdos esta pequeña nota que escribí entonces para consignar esa noche mágica.

Lo que gozamos durante la velada inaugural del FAOT 2010 en Álamos fue una muestra del arte de una especie en extinción: el arte de la diva. Hoy el mundo cuenta con algunas grandes voces y muchos cantantes solventes, pero ya prácticamente han desparecido las divas. Quedan, eso sí, muchas artistas con arranques de diva, pero eso no significa nada frente a una verdadera diva. La soprano dramática Jessye Norman (Augusta, Georgia, 1945–) fue y sigue siendo una auténtica diva, en el sentido pleno del término, es decir, se trata de una cantante poseedora de una presencia escénica majestuosa, un ego arrollador, genio encrespado, voz potentísima y que se pavonea sobre el escenario para ser venerada por sus hipnotizados fieles.

La voz de Norman es extraordinaria en muchos sentidos, destacando quizás su registro impresionante que pasa sin problemas por las tesituras de soprano, mezzosoprano e incluso roza la de contralto. Al escucharla, sobre todo en su registro más grave, uno recuerda esas etiquetas ampulosas de los enólogos en las que se describe la complejidad del sabor de un vino, pues se trata de un instrumento con un timbre rico en matices, suntuoso, profundo y fuerte. Posee una voz deliciosa incluso cuando habla, enfatizado por un extrañísimo acento de ninguna parte y coloreado quizás por su gran dominio de idiomas como el alemán, el francés y el italiano.

Su fuerte ha sido, como se sabe, la ópera, de la que se ha retirado desde hace algunos años para concentrar sus energías en recitales y conciertos. Los críticos han destacado de manera unánime la integridad de sus interpretaciones, meticulosamente preparadas y ensayadas. Nunca ha ejecutado pieza alguna en el estudio de grabación ni en vivo sin antes haber estudiado a fondo el idioma de la letra de la composición y las características de su estilo. Posee una dicción casi perfecta (¡incluso cuando canta en ruso!) y, en lo particular, aparte del color de su registro bajo me impacta toda la energía contenida que transmite en sus pianissimos, es decir, cuando canta muy bajo. Y nos ha dejado registros sonoros de referencia, sobre todo en papeles de obras de Wagner, Berlioz, Schoenberg y Richard Strauss, es decir, de compositores que han creado algunos de los papeles más demandantes para la voz de todo el repertorio musical.

Pero, ¿puede cantar jazz? ¿O spirituals? Porque eso fue lo que en gran medida escuchamos la noche del jueves, en un recorrido por algunas de las cúspides del cancionero norteamericano, con piezas de Bernstein, Rodgers, Gershwin, Hammerstein y Duke Ellington, además de algunos spirituals. La duda surge porque para cantar I’ve got Rythm o Another Man Done Gone (un par de las piezas que escuchamos esa noche) no se requiere precisamente una gran voz, ni una gran técnica, aunque sí un estilo particular, capacidad de improvisación, flexibilidad rítmica, swing y quizás algo más. Los verdaderos entusiastas a veces señalan que los cantantes de jazz y de blues nacen, jamás se hacen. 

Pues bien, en mi opinión Jessye Norman aporta algo genuino (además de su enorme voz, claro está) al repertorio mencionado, algo que la hace destacar fácilmente entre tanta mala música crossover que se aprovecha de un público incauto para venderles como gran arte productos complacientes y de muy dudoso gusto. Es verdad: si realmente queremos escuchar de lo que es capaz Norman, no es éste el repertorio al que debemos acudir. No pocas veces incomoda, a pesar de sus esfuerzos por disminuir la escala de su voz, la excesiva intensidad con que aborda melodías que son mejores si suenan desenfadadas, y uno puede tener de pronto la impresión que con ese calibre de voz el jazz deja de ser una animada conversación entre amigos para convertirse en algo más bien intimidante y sombrío.

Sin embargo, la conexión de Norman con el jazz, y la música afroamericana en general, no es ni reciente ni casual. No llega a esa música desde el exterior, por así decirlo. No sólo su origen étnico habla en este sentido, sino que ella misma comenzó a cantar de pequeña (a los 4 años) gospel en el templo bautista de su ciudad natal. Y a lo largo de su carrera no ha estado nunca muy alejada de la música negra y de sus cantantes (como Dinah Washington, Billie Holiday y Nat “King” Cole, a quienes ha mencionado entre sus influencias). Recientemente, en marzo de 2009, curó un festival de música afroamericana en el Carnegie Hall de Nueva York con piezas que van desde spirituals hasta hip hop, pasando por el jazz, el gospel, el soul y el rhythm and blues. Y luego está el simple y bruto hecho de que su voz es inconfundiblemente negra, algo que siempre ha subrayado con orgullo. “A la gente siempre le gusta escuchar spirituals” declaró en una entrevista en el programa televisivo 60 minutes, “y les gusta escucharlos cantados por una boca negra”. 

Algo debe aceptarse: a Jessye Norman le falta swing. Pero el ritmo offbeat del jazz no le ofrece dificultad alguna, su voz encaja sin problemas en la gran tradición de la música negra de su país y además añade un sentido de dignidad y de arte elevado que realza aún más las cualidades intrínsecas del repertorio norteamericano. No es (ni jamás ha pretendido ser) una verdadera cantante de jazz; sin embargo, su aportación enriquece aún más el arte musical de los Estados Unidos. Ha sido un auténtico privilegio tenerla entre nosotros en lo que, no me cabe la menor duda, fue y será el momento más alto del FAOT 2010.

Por mi parte, me quedo con la Jessye Norman del mundo de la ópera y, en menor medida, la de las canciones de Mahler, Chausson, Richard Strauss y Alban Berg. No es mi cantante predilecta, pero cuando extraño el arte de la diva y volteo a ver un escenario repleto de voces técnicamente inmaculadas pero carentes de expresividad, sin estampa e incapaces de transmitir el sentimiento de exaltación del mundo propio de la ópera, me vuelvo sin dudar hacia Jessye Norman. Entonces me declaro su rendido fan.

Por Héctor Islas Azaïs

Imagen de la nota publicada por Édgar López en Expreso, periódico hermosillense, el 22 de febrero de 2010

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A nosotros nos sobra el swing pero nos falta el money 

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Sobre el autor

Filósofo, ensayista, editor y traductor cajemense. También le hace a la promoción cultural y ha sido profesor en diversas instituciones de educación superior en Hermosillo, Cajeme y la Ciudad de México. Lleva ya un rato trabajando en la UNAM. Se obsesiona con la ética y la filosofía de la religión, aunque en su siguiente vida quiere ser compositor o novelista —o, si las anteriores opciones fallan, cronista de béisbol—. Últimamente le ha dado por averiguar cómo hacerle para que la filosofía vuelva a ser una actividad relevante en los espacios públicos y educativos.

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2 comentarios

  1. Me entero apenas contigo… Que bueno que pudiste escucharla en Álamos y que hayas dejado este estupendo texto. No estaba por acá entonces y me lo perdí. Tal vez y no solamente haya sido el momento más alto del FAOT de ese año sino de la mayoría de ellos, o de todos. Entonces el Festival si procuraba una proyección internacional, dos años después estuvo Sumi Jo.

  2. Gracias estimado Javier por tu comentario. En efecto, Norman fue una de las cumbres (si no es que la cumbre) de los FAOT. Es una lástima, casi diría que una tragedia, que el Festival haya perdido no solo su proyección internacional, sino su esencia misma. Hoy parece un evento más del montón y no el festival de canto singular y de gran calidad que alguna vez fue.

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