El destacado intelectual y político Juan Ignacio Paulino Ramírez Calzada (1818–1879) nació hace doscientos años en San Miguel el Grande, hoy San Miguel de Allende, Guanajuato. De los personajes notables del siglo XIX mexicano los protagonistas de la Reforma son, sin duda, los menos favorecidos por el fervor popular. De ese periodo levantisco y pródigo en traiciones y mutaciones patrias, la figura de Benito Juárez reina casi solitario en la imaginación colectiva arropado en los inciensos oficiales y el relato moralizante del indio oaxaqueño que logra convertirse en presidente de su país. Le siguen, algo lejos, la figura tragicómica del malogrado Maximiliano de Habsburgo y la de Antonio López de Santa Anna, el villano indiscutible de la época. Pero poco se recuerda y se celebra de los Alamán, Comonfort, Iglesias, Ocampo, Prieto, Ramírez, Riva Palacio, Zarco y una pléyade más que persisten más como nombres de calles, poblados, escuelas, en billetes de lotería y en las fachadas de una que otra biblioteca somnolienta.

Es verdad que hoy la Reforma se estudia tanto como casi cualquier otro periodo histórico, aunque leer a sus autores no resulta una tarea tan sencilla para el profano: las ideas a menudo parecen diluirse en una multitud de escritos de ocasión, disputas e intercambios epistolares interminables, documentos oficiales, artículos periodísticos, discursos, folletos y textos literarios en las que muchas veces los personajes criticados y los que critican se envuelven en seudónimos y acontecimientos puntuales que sólo los más curtidos aciertan a identificar con precisión. A todo esto puede agregarse el estilo farragoso de la época que produjo muchos textos ilegibles a causa, en palabras de Carlos Monsiváis, “de la hinchazón retórica y sentimental (por no hablar de la franca cursilería)”. Con todo, y una vez superado el agobio inicial, el lector osado puede alcanzar a vislumbrar entre un rosario interminable de planes, intrigas, felonías, asonadas y balazos el protagonismo de las ideas y de los ensueños con los que liberales y conservadores invocan a la Patria añorada y cómo ésta, remolona, se hace del rogar. Son años de definiciones, divisiones profundas y gobiernos calamitosos. Aún hoy, muchos de los ideales políticos, económicos y culturales de la Reforma circulan —no sin fricciones— en los proyectos sociales de este país que simplemente no termina por definirse.

El historiador Luis González apenas exagera cuando define a los contendientes de la Reforma con la siguiente imagen: “Los del partido liberal eran personas de modestos recursos, profesión abogadil, juventud y larga cabellera. La mayoría de los conservadores eran más o menos ricos, de profesión eclesiástica o militar, poco o nada juveniles y clientes asiduos de las peluquerías.” Y ambos, según el mismo González, “coincidían en la creencia de la grandeza natural de su patria y de la pequeñez humana de sus paisanos”. Pues bien, Ignacio Ramírez, quien adoptó para sí el mote de “El Nigromante” para firmar sus escritos, sirvió con fervor en el bando liberal y fue, cómo no, un abogado de aspecto desaliñado que básicamente vivió en la pobreza —aunque al parecer sí llevaba el pelo corto—. También se entregó con celo misionero a la tarea de ilustrar al pueblo mexicano para situarlo a la altura de lo que consideraba su glorioso destino, el de una gran República Liberal: laica, científica, moderna, federalista, independiente, democrática y próspera.

Lo primero que sorprende de Ignacio Ramírez es la amplitud de sus intereses y la severidad con que busca satisfacerlos: política, historia, jurisprudencia, geografía, astronomía, biología, economía, filosofía, lingüística, pedagogía, filología… lo que, desde luego, implicó su desdoblamiento en múltiples facetas: abogado, profesor, periodista, orador, científico, ensayista, poeta, diputado, ministro de la Suprema Corte, soldado… Además de la ingente erudición del Nigromante, asombra también la coherencia con que quiso agrupar todos esos saberes y habilidades, y la manera en que los fundió en su persona y en sus actos. Otros liberales compartieron con él las mismas ansias intelectuales y ganas de redimir a un país que no se parecía casi en nada a lo que aquellos jóvenes leían y discutían en tertulias y cafés; pero pocos o ninguno de ellos alcanzaron la plenitud intelectual y vital de Ignacio Ramírez, el “hombre representativo de su tiempo”, según lo definió Antonio Caso, el liberal más “puro”, según lo vieron otros. Esa “pureza” —un término que hoy saca chispas—, ese afán de coherencia extrema, no concitó, desde luego, la admiración unánime de sus contemporáneos: también le valió la cárcel, el destierro, la enfermedad, una sentencia de fusilamiento —que no se ejecutó—, el oprobio y la pobreza.

Lo que aglutina tantos intereses y les otorga un ímpetu categórico es el naturalismo ilustrado de los franceses y el utilitarismo de los ingleses. A partir de esa plataforma, el Nigromante aborda por igual la Aurora Boreal que los estudios metafísicos, el origen de las lenguas que las costumbres mexicanas, los salarios de los trabajadores que el paso de venus. En todos los casos desarrolla un rechazo a cualquier tipo de causas trascendentales en favor de un materialismo sin reservas, una fidelidad a los hechos y la habilidad para pasar de los asuntos más abstractos a los más puntuales. En uno de sus Diálogos, “La verdad y el lenguaje” (1871), se califica a sí mismo con los siguientes términos: “Yo soy positivista: todo hombre que no es infalible, absoluto, ni intolerante, debe ser positivista; es decir, debe buscar la realidad de las cosas”. El blanco natural, y el más persistente, de su inquina ilustrada fueron las religiones, y en particular el catolicismo y sus taras culturales. Es muy conocida la descripción de Guillermo Prieto del explosivo debut intelectual de un jovencísimo Ramírez en 1837 en su discurso de presentación ante el pleno de notables de la Academia de Letrán:

Ramírez sacó del bolsillo del costado un puño de papeles de todos tamaños y colores: algunos impresos por un lado, otros en tiras como recortes del molde de vestido, y avisos de toros o de teatro. Arregló aquella baraja y leyó con voz segura e insolente el título que decía: “No hay Dios”.

El escándalo fue mayúsculo. Hay que recordar que, en aquel tiempo, salvo en algunos salones parisinos, declararse ateo en público no era cosa de todos los días. Pero a esta entrada estrepitosa siguió una vida completa de fidelidad a un universo —natural y social— vacío de consuelos divinos y, más por su retórica arrebatada que por sus ideas, la entrada a la prestigiosa Academia de Letrán. También el ateísmo y sus desencantos inspiraron algunos de sus mejores versos:

Madre naturaleza, ya no hay flores
por do mi paso vacilante avanza:
nací sin esperanza ni temores;
vuelvo a ti sin temores ni esperanza.

La adopción del apodo de “Nigromante” como nom de plume confirma esta vocación iconoclasta al combinar con ironía al personaje siniestro con el visionario y crítico social. “Nigromante” es quien ejerce la nigromancia, la adivinación mediante la invocación de los muertos. Si bien, como explica la crítica e investigadora Liliana Weinberg, el término tiene una connotación negativa, también sugiere una trayectoria literaria “de manera jocosa como arte del desengaño que permite descubrir el lado oculto de las cosas, y de allí, por extensión, el lado secreto de las costumbres reprobables”. Resulta también sintomático de su personalidad como autor el hecho de que su escritura nunca abandonara los moldes de la retórica cristiana, aunque los contenidos religiosos cedieran su lugar a los laicos y científicos y a la fe en la humanidad y en el progreso. Casi al final de su vida seguía predicando —el verbo es apenas exagerado— sobre la “santidad” de las instituciones liberales y sobre la Constitución, ese “dios revelado”. Y en uno de sus furores líricos-teológicos nos anuncia la nueva trinidad que se cierne sobre el mundo: “electricidad, vapor, imprenta”.

Con ese mismo celo escribió sobre la causa política más urgente a la que se entregó: la defensa de los pobres, de los marginados de siempre, de los obreros, los indígenas, las mujeres. Para Ramírez, la redención de estos grupos es tanto un imperativo económico como cultural y espiritual, el rescate de un pueblo postrado y a merced de los lastres coloniales —y en particular de los eclesiásticos— y de la explotación de políticos, caudillos militares y capitalistas. “El grande, el verdadero problema social, es emancipar a los jornaleros de los capitalistas”, prorrumpió ante el Congreso, según Francisco Zarco. Sólo en la democracia son todos “iguales” y la voluntad del pueblo es la fuente de todo poder público. Fiel a su perspectiva inmanentista, Ramírez cree comprender al pueblo y a las fuerzas internas que lo impulsan. Se ilusiona con la grandeza moral de las muchedumbres, con el genio del pueblo: “La sabiduría de una nación suele reflejar uno de sus rayos sobre la frente de una Aristóteles, sobre la cumbre de una pirámide, en los versos de un poeta, en las hazañas de un guerrero; pero nunca brilla entera sino en la masa de todos sus individuos”. También confía en su natural propensión a organizarse en formas civilizadas: “el pueblo, entregado a sus instintos, tarde o temprano se inclina en el regazo de la democracia”. Si por algo se recuerda al Nigromante, es por este fervor, y quizá por ello su liberalismo —otro término que hoy suele sacar chispas— suele atemperarse casi siempre con el calificativo de “social”.

Hasta aquí la leyenda oficial, el Ignacio Ramírez de los libros de texto, la estatua fundida en bronce. Pero, como se sabe, vistas de cerca, todas las estatuas de bronce presentan manchas salinas y vetas corrosivas que afectan en mayor medida el aspecto homogéneo del material y hasta su integridad. No ocurre otra cosa con los héroes de bronce de nuestra historia. De cerca, muchas veces nos muestran aspectos nada agradables e incluso repulsivos, aunque otras veces el efecto es el opuesto, y los personajes históricos se nos aparecen más complejos, volubles, en ocasiones irascibles o débiles, confundidos o equivocados. Menos lejanos de nosotros y, si se quiere, más entrañables. Así, no es de sorprender que, cuando se escudriñan los textos del Nigromante, y se indaga un poco en las peripecias de su vida, salta a la imaginación, más allá del elogio ritual, la figura, sí, del intelectual portentoso y comprometido, pero mucho más rico en matices, en razones y contradicciones, menos dogmático y más pragmático.

Los ejemplos abundan. Ante el Congreso Extraordinario Constituyente de 1856 declara: “Señores, nosotros formemos una Constitución que se funde en el privilegio de los menesterosos, de los ignorantes, de los débiles, para que de este modo mejoremos nuestra raza y para que el poder público no sea otra cosa más que la beneficencia organizada”. La frase parecería contener un programa radical ligado a las incipientes ideas socialistas que comenzaban a circular en nuestro país por aquellos años. Pero que nadie se llame a engaño: esto es liberalismo puro y duro. El poder público como nada más que “beneficencia organizada” se opone a la idea de un Estado rector, y lo que el Nigromante tiene que decir respecto al cómo se habrá de privilegiar a los “menesterosos, ignorantes y débiles” —dejemos de lado por el momento el objetivo, hoy impresentable, de mejorar “nuestra raza”— no deja dudas respecto a lo que él consideraba que se debía realizar.

En una carta de octubre de 1875, a Carlos Olaguíbel y Arista, defiende con ardor el librecambismo y, en un lance algo desproporcionado, sostiene que, para no seguirle dando vueltas al asunto, “la historia mexicana no se compone sino de luchas en favor del libre cambio. La guerra de nuestra independencia, desnuda del oropel poético y patriotero, se propuso libertar nuestra industria, agricultura y comercio del monopolio de la España”. Excesos aparte, la postura del Nigromante es de un realismo crudo y escéptico: “y para socorrer la indigencia se inventan mil medios, todos buenos con tal que no ataquen el principio de no intervención de la autoridad en la producción y el consumo […] Deploro como vd. La suerte de los desgraciados, pero creo insensato sacrificarles las instituciones sociales. ¿Y, si los pobres hacen una revolución? Al día siguiente sólo habrá un cambio de ricos”. De hecho, el Nigromante llegó a declararse en 1871 anticomunista, con un juicio que aún hoy reclama atención: “Yo estoy contra el comunismo por la misma causa que no admito el absolutismo político y religioso; estoy por la independencia individual […]”. Y antes, en ese mismo texto, exclama, férvido: “el individuo es un Dios”. ¿Y dónde queda lo de “emancipar a los jornaleros de los capitalistas”? En mejores salarios, derechos sindicales y alguna forma de compartir las utilidades. Nada más, pero nada menos.

Otro gran objeto de la reflexión y acción del Nigromante fue el de los pueblos indígenas. El temprano artículo “A los indios” (publicado en 1850 en el periódico Don Simplicio) es tanto una pieza encendida de proselitismo político como un diagnóstico certero de la condición de la entonces mayoría del país. Es también un llamado a la defensa de la dignidad humana. En él, el escritor se dirige de manera directa a sus compatriotas indígenas, a quienes exhorta a no confundir el origen de su esclavitud: “Vuestros enemigos os quitan vuestras tierras, os compran a vil precio vuestras cosechas, os escasean el agua aun para apagar vuestra sed, os obligan a cuidar como soldados sus fincas, os pagan con vales, os maltratan, os enseñan mil errores, os confiesan y casan por dinero, y os sujetan a obrar por leyes que no conocéis”. También encontramos en esta pieza observaciones adelantadas respecto a la necesidad de que las leyes para los indígenas emanen de sus propios usos y costumbres y de que la lucha indígena se empareje con la de los “indígenas” de otras latitudes en todos los continentes. Fiel a su perspectiva liberal y a sus lecturas de John Locke, el Nigromante insinúa lo que parecería la verdadera solución para este escenario de desamparo: la rebelión. Según Ignacio Manuel Altamirano —su discípulo y uno de sus primeros biógrafos—, ese artículo “hubiera sido el levántate y anda para esta raza paralítica, si la suspicacia del gobierno no hubiera impedido su circulación”. La publicación le valió a su audaz articulista el arresto, la prisión y el cierre de Don Simplicio. Con todo, es posible matizar este enfoque justiciero con otras opiniones del propio Ramírez. Durante muchos años la leyenda oficial quiso ver en el Nigromante un indígena “puro”, algo desmentido ya y, es de esperarse, considerado irrelevante para discutir la validez de sus ideas. Pero lo que tiene que decir el autor sobre los indígenas no es siempre grato para nuestros actuales discursos emancipadores. Compartía, como prácticamente la totalidad de sus compatriotas, prejuicios sobre las capacidades intelectuales de los indígenas, sobre el valor de sus ideas y costumbres y simplemente no creía en su supervivencia como culturas. Si bien acierta casi siempre en sus diagnósticos respecto al origen de los males económicos que los aquejaban, su admisión a la República Liberal pasaba por su transmutación radical: “para contar con ellos como ciudadanos, hemos de comenzar por hacerlos hombres”. Tampoco fue proclive (como hoy se estila) a ensalzar las culturas prehispánicas en detrimento de los indígenas actuales. Los aztecas, mayas y demás no seducen su imaginación debido a su espíritu belicoso, supersticiones, gobiernos teocráticos y “antropofagia”. De nuevo, conviene aquí un poco de indulgencia: muchas de las opiniones del Nigromante conocen, como no podía ser de otra forma, las limitaciones de su propio tiempo, que alcanzan incluso muchas de sus ideas más avanzadas, como las que esgrimió en su defensa de los derechos de las mujeres o la dignidad del trabajo físico.

Afín a lo anterior, otra de las grandes preocupaciones del Nigromante fue la definición de lo mexicano, de los mexicanos. Si el mundo indígena se revela como una ruta en vías de extinción, voltear hacia Europa sería —al menos en esa coyuntura— un error:

¿De dónde venimos?, ¿adónde vamos?, éste es el doble problema cuya resolución buscan sin descanso los individuos y las sociedades; descubierto un extremo se fija el otro, el germen de ayer encierra las flores de mañana; si nos encaprichamos en ser aztecas puros, terminaremos por el triunfo de una sola raza, para adornar con los cráneos de las otras el templo del Marte americano; si nos empeñamos en ser españoles, nos precipitaremos en el abismo de la reconquista; ¡pero no!, ¡jamás!, nosotros venimos del pueblo de Dolores, descendemos de Hidalgo, y nacimos luchando, como nuestro padre, por los símbolos de la emancipación, y como él luchando por la santa causa desapareceremos de sobre la tierra. (Discurso cívico, 16 de septiembre de 1861).

Dos años después, la solución que se propone para un país incuestionablemente diverso no deja lugar a dudas:

Durante medio siglo, el pueblo se ha estudiado y ha podido conocerse; ha descubierto en sus venas la sangre azteca, la sangre africana, la sangre asiática y la sangre europea, y para no mutilar sus miembros ha proclamado la igualdad de todos los hombres. (Discurso del 5 de febrero de 1863)

Una solución, como se ha señalado, que se limita a ser política, y nos deja con la misma inquietud con que nos dejó el “México mestizo” del programa cultural de la Revolución, otro intento fallido por definir mediante decreto lo que somos y lo que queremos ser.

También encontramos tachaduras puntuales en los discursos laudatorios que parecen producto del pudor patrio de nuestros gobernantes y funcionarios. Por ejemplo, se minimiza al máximo sus críticas a Juárez —a quien, después de servir como ministro, acusó en numerosas ocasiones de autoritarismo, corrupción y hasta de asesinato— y —¡horror de horrores!— su apoyo a la candidatura presidencial de Porfirio Díaz —quien, es verdad, por aquel entonces aún no mostraba sus delirios característicos—. Otro episodio poco celebrado fue cuando, siendo jefe superior político del territorio de Tlaxcala durante la guerra contra los franceses, el Nigromante prohibió que se realizara la procesión anual de la Virgen de Ocotlán, por considerar que semejantes esfuerzos y recursos debían invertirse en asuntos más urgentes. La oposición de los pobladores fue formidable, y la descripción que nos ofrece Altamirano de la conclusión del aprieto no deja dudas respecto de una “graciosa huida”:

Semejantes bríos [los del pueblo] que hubieran sido mejor empleados frente al enemigo extranjero, no hicieron transigir al gobernante liberal, que prefirió abandonar el territorio, puesto que no contaba con elementos de resistencia, a ceder a aquella demanda tan antipatriótica como ridícula, arriesgando en ello su vida, pero salvando su honra como buen mexicano.

Importa acudir a elementos como los señalados porque importa rescatar la vigencia de las propuestas liberales del Nigromante, las ideas de un pensador vivo, tenaz e inteligente. También interesa rescatar al individuo que rio y sufrió a partes iguales según sus profecías políticas se frustraban o cumplían. Tampoco hay que olvidar sus poemas pues, aunque sólo a veces alcanzan grandes alturas, nos ofrecen vistazos invaluables a su interior, como cuando, en uno de los últimos sonetos en que repasa su vida, el Nigromante nos confiesa:

Donde el teocalli tlaltelolca yace,

Humilde cruz de piedra se levanta;

Allí mi juventud sus penas canta,

Y en ver risueño el porvenir se place.

Eterno movimiento hace y deshace

Tantos horrores y belleza tanta

Donde el hombre ya tiembla, ya se espanta;

Donde el requiescat perderá su in pace.

¡Ay de mí! Desde entonces mil historias

En otros monumentos ha dejado

Escritas con mi sangre el Hado mió.

Hoy vuelvo aquí buscando mis memorias,

Y al verme solo entre la cruz y mi hado,
De mi, del hado y de la cruz me rio.

Leer al Nigromante supone hoy una terapia que nos devuelve la confianza en el peso palpable de la reflexión rigurosa e intensa —sin renunciar al ocasional proyectil retórico— y en la pertinencia de traspasar aduanas académicas que muchas veces sólo asfixian. También nos recuerda sobre el influjo provechoso que sobre la inteligencia ejerce la ironía irrestricta. Por último, pero no menos importante, los escritos de Ignacio Ramírez constituyen una oportunidad magnífica para recuperar un poco el filo subversivo del liberalismo, al parecer hoy tan desgastado, ensoberbecido por el poder, confundido por los delirios identitarios y atrapado entre la Escila y Caribdis del populismo y la tecnocracia.

Post scriptum para los lectores sonorenses (y demás curiosos)

El Nigromante conoció en su tránsito hacia California —durante su destierro en 1864— tierras de Sonora. Tenemos noticias suyas en Álamos, Guaymas, Hermosillo (donde incluso editó el periódico La Insurrección) y Ures. En sus cartas dirigidas a Fidel (Guillermo Prieto) recoge algunas de sus impresiones. Menciona, por ejemplo, que en esas tierras el “hombre es bien desarrollado [y] la mujer admirablemente hermosa”, aunque agrega de inmediato: “y todo va en rápida decadencia. ¿Las causas?, sospecho dos: la frugalidad y la falta de poesía.” Como buen adelantado, también se le adelanta a Vasconcelos y a su supuesta e infame frase, y nos deja la siguiente sentencia “¡Pobre Golfo, sin mesa y sin lira!” Y en un poema suyo, “Tipos provinciales”, vuelve a mencionar el asunto de la comida:

Mira a los de Sonora. Tienen llena
de harina cada bolsa. Es su pinole;
su desayuno, su comida y cena;
su agua fresca, tortilla, pan y atole.
A veces comen carne, pero ajena;
les gusta asada; y, para boda, en mole.
Más ilustrados son en Sinaloa;
suelen comer la carne en barbacoa.

Pregunto: Alguien de ustedes, amigos sonorenses, ¿conoce o conoció un guiso de carne asada con mole que se sirva en las bodas? ¿La confundiría el poeta con la barbacoa que atribuye a los “más ilustrados” sinaloenses? ¿O será que al Nigromante simplemente le falló la inspiración y no se le ocurrió nada más que rimara con “pinole”? Me consume la duda.

Por Héctor Islas Azaïs

El Nigromante, en un poco conocido retrato de su juventud

Sobre el autor

Filósofo, ensayista, editor y traductor cajemense. También le hace a la promoción cultural y ha sido profesor en diversas instituciones de educación superior en Hermosillo, Cajeme y la Ciudad de México. Lleva ya un rato trabajando en la UNAM. Se obsesiona con la ética y la filosofía de la religión, aunque en su siguiente vida quiere ser compositor o novelista —o, si las anteriores opciones fallan, cronista de béisbol—. Últimamente le ha dado por averiguar cómo hacerle para que la filosofía vuelva a ser una actividad relevante en los espacios públicos y educativos.

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6 comentarios

  1. Muy seguramente el Nigromante confundió la carne en mole con el pipían que es más sonorense; como dato curioso, Ignacio Ramírez fue muy amigo de un sonorense ilustre Félix María Zuloaga que fue presidente de México, pero que la historiografía sonorense no toma casi en cuenta por el hecho de haber sido conservador.

    1. Quizás también pudo haber sido carne con chile y al Nigromante le pareció Mole. Lo que sea, pero nuestro «Voltaire» mexicano, anduvo por estas tierras y se le hicieron un poco bárbaras jejeje. Y recuerdo una frase muy bella de él que decía así: «El crimen más grande que puede cometerse contra cualquier ciudadano es negarle una educación que lo emancipe de la miseria». algo así, de eso me acuerdo…

      1. Muchas gracias por leer el artículo y por tus comentarios, estimado Cipriano. En efecto, como mencionas de Zuloaga ( y lo mismo valdría de figuras tan importantes como, por ejemplo, Lucas Alamán) la historiografía se ensaña con algunos debido a sus posiciones políticas, en este caso por ser conservadores. Por otro lado, lo de la carne con chile me suena a una buena hipótesis… ¿Qué comería el Nigromante?

  2. Estimado Héctor Islas: Felicidades por el artículo, la foto final es del día de su boda (17 de octubre de 1847), fue la mente más íntegra del liberalismo y ahora que nos enteramos del asunto de Maximiliano, alias «Justo Armas» nos damos cuenta que el único verdaderamente moral de esa generación fue el Nigromante. Te mandamos un afectuoso saludo de parte de la familia de Ignacio Ramírez Calzada…
    Emilio Arellano

  3. Estimado Emilio Arellano:
    Me siento muy honrado que haya leído mi artículo, que no es otra cosa que un modesto homenaje a una gran figura que admiro mucho. No soy historiador, sino filósofo, pero el siglo XIX mexicano me interesa mucho porque, entre otras cosas, me produce extrañeza leer a tantos figurones de aquella época que combinaron las ideas con la acción y compararlos con nuestra situación actual en la cual la mayoría de nuestros intelectuales se parapetan en sus cubículos, sometidos por los sistemas de evaluación de puntos y por una concepción parcelaria (y la consonancia con «carcelaria» no debería sorprendernos) de sus campos de estudios. Quedo de usted y, de nuevo, muchas gracias.

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