La prosa sabrosa de Juan Enrique Ramos ya está en Crónica Sonora.

Felicidades

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Tallar madera  me da bienestar.  Falta y me dé lana. Quizás algún día. Capaz y entonces me dé malestar. (He aquí una creencia raíz, que brota desde el inconsciente profundo: el bien trae consigo al mal).

 

Hoy tallé un hombre, con todas sus características, es pequeño y tiene defectos  Le puse Argos y Nadie, pues carga varias caras, entre ellas la del cíclope enorme.  Al terminar me percaté de las implicaciones de mi despropósito, pero de todos modos me creí divino, supongo que por aquello de “y sereís como dioses”.  Luego recordé a Frankestein y después tallé al fantasma Gasparín.

 

Una de las cosas que más me gusta de tallar es la idea de que las piezas que finalmente creo, son obras abiertas, en tanto que nunca quedan terminadas y pueden ser interpretadas de múltiples maneras, según le parezcan a cada persona que las mire o toque. Estos conceptos no son míos, por supuesto, los tomé del libro Obra abierta, del recién occiso Umberto Eco.

 

Crear da bienestar, sin duda: a partir de un trozo de madera de pino con forma de paralelepípedo, sección transversal cuadrada de lado tres centímetros -y de largo quince-, tallé una figura con forma semejante a la de un tótem, solo que en vez de rostros de animales apilados, en cada una de sus cuatro caras rectangulares esculpí formas geométricas regulares como triángulos, cuadrados, círculos, rectángulos y curvas que en sus secuencias sucesivas compusieron un cuerpo abigarrado, entero, lleno de variantes y sorpresas.  Se lo regalé a mi hijo.

 

Desde hace como un mes tallo una figura que ahora pulo.  Nunca me convenció su forma.  De pronto, se me ocurrió hacerle unos hoyos, quise traspasarla para que tuviera como una ventana y, ya que estaba a punto de concluir, con un golpe muy leve quebré la pieza -¡oh sorpresa!-, dos formas inesperadas que me gustaron aparecieron.  Suele suceder así con las tallas.  Sobre todo con las que no te agradan.  Sólo hay que dejarse ir, soltarte.

 

Y mira lo que al final salió: un objeto fantástico, una churea lagartija.  De lo que parecía un pescado  -y nunca acabó de ser-, mediante una serie de cortes y una fractura, se fue perfilando la churea lagartija hasta emerger por completo, muy bien definida, grácil y curvilínea con su larga cola, plana y extendida, su talle erguido y bien orgullosa -se para sola, realmente me encanta, jamás la visualicé-.  Después de varias transformaciones brotó cual tenía que ser el engendro. ¿Puedo decir que le atiné? Sí. Y sin demérito.

 

Aunque sea por serendipia, no quita el gusto, sabes que estuviste ahí, en el momento, aguardiente… o aguardando, más bien.

 

-¿Y eso es también bienestar?-, preguntaría uno irónico, críptico, puntilloso, mordaz mala leche.  Claro que yo diría que yes. ¿Cómo no lo ha de ser si es creación?, facultad que nos acerca a la divinidad que a tantos encanta.

 

Encontré en la playa un pedazo de madera de pino, con tres clavos viejos incrustada; la puse en el sol a secar un par de horas, luego la pulí y le di forma con el esmeril, la escofina y la lima redonda.  Es un rostro y una cabeza.  Me gusta cómo va saliendo.  Acostada la pieza, por un lado semeja a un pene; por el otro, tiene visos de chalupa.  Como chalupa góndola, sofisticadota. Quedó con un cierto aire de arte africano.

 

Tallar a la sombra de un abedul o de un roble rojo, ¡arbóreo  el bienestar!

 

Le di un entre al cardón, ahora con más herramienta.  El cambio, como casi siempre, multiplicó oportunidades.

 

Terminé mi segundo móvil hace unos días. La primera pieza, en forma de víbora, la tallé hace dos años. De otro palo de semejantes espesor y largo hice otra serpiente y las amarré cruzadas, en forma de X.  Desde las cuatro puntas de la X y de su centro, colgué cinco hileras de pequeñas piezas talladas, pulidas y selladas con brea y trementina, cada una con tres figuras liadas con hilo para pescar. En total quince figuras y quince tramos de cáñamo. Entre ellas se distinguen, además de las dos serpientes, un dinosaurio, una cabeza tipo Galápagos, un picacho o un monje, un posible consolador ondulado que parece también calamar, un zapatito que igual semeja la cola de un pez, unas conchas, un bailarín decapitado o una pistola y/o las formas que se te aparezcan.

 

O sea, ¿cómo entender, cómo explicar  eso del placer en el tallado?

 

Resulta que en un plan libre, al garete, digamos, sin ambición ni pretensiones siquiera, simplemente dejándote ir, sin miedos, como cuando le das un muy leve giro al astrolabio, entro a la biblioteca en busca de qué leer y el primer tomo que me captura y me hace hacia él estirar la mano, es Moby Dick; y ya que luego en la playa sigo esta misma receta e indicaciones para vagar, me encuentro con un trozo pequeño y gastado -no más de veinte centímetros de eslora y tres de diámetro en su parte más ancha-, golpeado y rodado por el viento, el agua, la sal y la arena, en forma justamente de cetáceo, cachalote quizás, que ya luego con el esmeril y el formón y la lima le pego un primer llegue y brota precioso en ciernes,  perfila, ese remedo de Melville que se asoma, protuberante, asciende, se hace presente en estos tiempos caliginosos en que transcurren las vidas nuestras.

 

Y entonces es que me maravillo de cómo en este caminar incesante estoy yendo a dar con mi ser tallador, escultor, escritor y descriptor.

 

Descubrir tu destino. ¡Eso es bienestar!

 

Texto y fotografía por Juan Enrique Ramos

 

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Sobre el autor

Nómada irredento, originario de Torreón, Coahuila, en Sonora por más de 40 años. Escritor y tallador de madera actualmente. Pasajero de la nave tierra que próximamente acabalará 71 vueltas al sol.

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4 comentarios

  1. Que bonita ventana a un proceso creativo, comparto el placer de soltarse y dejarse llevar por el contacto con los materiales y la absoluta libertad que tiene la disposición a la sorpresa de lo que resulte. Gracias.

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