Pasión imposible en un tiempo imposible. Insólita, oscura y trágica historia amorosa en el transcurso de casi veinte años, trazando líneas de ida y vuelta, en geografías  de peso y levedad. Música, paisajes urbanos y abiertos, política y cultura sometidas al relato de un par de amantes atrapados en el juego del “ni contigo, ni sin ti”.

El argumento de Guerra Fría (Pawel Pawilkovski, 2018) se pierde en el tiempo: un hombre mayor se enamora de una jovencita. Mientras se acercan, se repelen; mientras se repelen, se extrañan. 

Mas próxima a El último tango en París (Bernardo Bertolucci, 1973) que a Dr. Zhivago (David Lean, 1965), Guerra Fría es un triunfo estético. Su fotografía, en elegante blanco y negro, atestigua otros tiempos; la banda sonora se divide entre el folclore del totalitarismo y la libertad del jazz y, sobre todo, la energía que estalla entre sus protagonistas, hacen de Guerra Fría una experiencia extraordinaria. 

Es 1947, en Polonia. Wiktor (Tomasz Kot) es un músico empleado por el gobierno para rescatar las raíces melódicas de la tradición eslava. En una de esas audiciones, descubre a Zula (Joanna Kulig), poseedora de un talento limitado pero con un ímpetu arrollador. 

La chica es contratada. Más por ociosidad que convicción, Wiktor rechaza seguir siendo instrumento de propaganda – la revolución proletaria, la reforma agraria y la glorificación de Stalin, amadísimo líder -;  decide huir, pero Zula aún no toma partido. 

Guerra Fría pudo haber explorado a profundidad las diferencias ideológicas que existían en la Europa de la posguerra. Sin embargo, Pawilkoski prefiere tomar el relato íntimo de Zula y Wiktor como ventana hacia las posibilidades que ofrece el amor en tiempos del cólera. 

Así comienzan los saltos en el tiempo. 

Polonia, Hungría, Alemania del Este y Francia – vive la liberté  reservan escenarios fríos y secos, pero no exentos de sensualidad. Por ejemplo, en un instante de Guerra Fría, los enamorados caminan en las calles de París y parecen despedirse, solo para buscar de inmediato el beso más apasionado que se ha visto en mucho, mucho tiempo.

El puente temporal de Guerra Fría dibuja un arco entre 1947 y 1964. Se trata de los años que corresponden al nacimiento de los baby boomers. En la actualidad ocupan posiciones divergentes: gobiernan o bien, se aproximan al retiro. 

En la ola del populismo que nos invade, el comentario anterior adquiere pertinencia por un aspecto fundamental que presenta Cold War:  amarse, sin obstáculos y conservar una religión – la que sea – son armas del cuerpo y el alma humanas. 

Contra el estado totalitario, el último refugio es la vida privada y la clandestinidad. Y no se conoce, en la historia, un régimen que haya podido cercenar esos brazos de libertad. 

Aunque al paso de los años queda claro que, en realidad, los problemas que estos amantes deben superar son producto de sus propias debilidades y contradicciones. No es tanto culpa del estado represor. 

Wiktor es más culto y preparado, irremediablemente burgués. Pero es despreocupado y tiende a tomarse las cosas siempre a la ligera; en cambio, Zula es arrebatada, emocional e impredecible. Su padre pensó que aquello era un castigo del Señor. 

No puede haber nadie en este mundo tan feliz.

A Pawel Pawlikovski le basta una hora y media para conmover al mundo. Varios momentos de Guerra Fría quedarán registrados en la memoria colectiva, uno en especial: la interpretación de Zula para Dwa serduzcka, cztery oczy y la manera en la que Wiktor la contempla. 

Sólo pienso en ti.

Dos sobrevivientes. Uno en el exilio, la otra en el nuevo mundo prometido por el comunismo soviético. Ambos egoístas y, por tanto, incapaces de establecer un compromiso. 

Guerra Fría es una película desafiante ante la historia de apego que cuenta. Muestra las dificultades que, desde entonces, enfrentan las generaciones para encontrar un lugar en el orbe. Y los problemas del amor cuando es insufrible la vida si los amantes no están juntos. 

Guerra Fría es una de las grandes. Hay que verla. 

Que leer antes o después de la función

La insoportable levedad del ser, de Milán Kundera. Publicada en 1984, es una novela que experimenta con el ensayo filosófico. Los seres humanos, dice el autor checo, somos expertos para lidiar con problemas que nos abruman. Y, al mismo tiempo, acostumbramos perdernos en nimiedades. 

A través del amor entre Tomás, Teresa y Sabina, La insoportable… nos habla de los espacios de libertad e intimidad que los seres humanos procuramos, con todas nuestras contradicciones y defectos, aún en el sistema comunista ruso en la República Checa. 

Teresa adopta a Karenin, el perro. Su dependencia y amor incondicional es consuelo ante la infidelidad y el abandono. Sabina, refugiada en el arte, es más liberal e independiente. Y en medio de las dos, Tomás, quien jamás será un Dios. 

Se recomienda en especial localizar el parrafo que Kundera dedica al kitsch. Es la profecía perfecta acerca de nuestras inexorables redes sociales. 

Sobre el autor

Horacio Vidal (Hermosillo, 1964 ) es publicista y crítico de cine. Actualmente participa en Z93 FM, en la emisión Café 93 con una reseña cinematográfica semanal, así como en Stereo100.3 FM, con crítica de cine y recomendación de lectura. En esa misma estación, todos los sábados de 11:00 A.M. a 1:00 P.M., produce y conduce Cinema 100, el único -dicen- programa en la radio comercial en México especializado en la música de cine. Aparece también en ¡Qué gusto!, de Televisa Sonora.

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