Aquella tarde, la intención de mis hijos Elisa, Ricardo, Luis Eduardo y yo era salir al caer las primeras gotas de la lluvia, pero fuertes rachas de viento ahuyentaron a mis visitantes; en la calle, los vecinos festejaban la llegada de obscuros nubarrones que avanzaban rápido desde el oriente, mientras un grupo de niños esperaba ansioso el acontecimiento y algunos adultos habían sacado sillas de plástico, como para observar un desfile; pero el terregal, la basura y las hojas levantadas bruscamente por la ventisca  en todas direcciones, causó la estampida de los espectadores en busca de refugio. De repente todo estuvo desierto, en la banqueta quedé solo yo… este loco solitario… bajo la lluvia.

 

El fuerte aroma a tierra mojada y el aire fresco, fueron el augurio de una enorme cortina blancuzca que llegó precipitadamente para envolver todo cuanto se encontraba a su paso; la colonia Nuevo Hermosillo se cubrió de un enorme manto refrescante… sin tregua: no fue de menor a mayor intensidad, sino que de golpe los torrentes de agua se precipitaban una y otra y otra vez. A unos cuantos metros de distancia se dificultaba distinguir formas o figuras, por eso extendí mis brazos, cuan cortos son… y me dejé querer.

 

El viento lanzaba con fuerza el agua y de inmediato quedé completamente mojado; sentía los pequeños e insistentes golpecillos de las gotas de agua en mi cabeza, el rostro, las manos, para luego escurrirse por el resto de mi cuerpo; los truenos en el cielo no se hicieron esperar… y al igual que en mis años de infancia, imaginé enormes bloques de hielo deslizándose por encima de las nubes, tropeles furiosos avanzando apretujados y golpeando sus cuerpos unos con otros… fuertes sonidos graves del cielo haciendo estremecer a los humanos… y los relámpagos en amorfas figuras surcando el horizonte con sus destellos azulados . Y yo ahí…

 

Ante la magnificencia de la lluvia, poco podía hacer… extendí mis brazos y mantuve el rostro en dirección de las nubes… gracias… gracias por el milagro de la vida… gracias a Dios en todas sus concepciones por la oportunidad que nos brinda… gracias al universo… a la naturaleza… al gran espíritu…

 

Mi fiesta habría sido de felicidad completa, de no ser por la necesidad que tuve de ofrecer disculpas para quienes las abundantes lluvias les acarrean sufrimientos, tristezas, dolor… emociones todas vividas en carne propia como vagos recuerdos que, frecuentemente, suelen saltar de algún lugar de mi mente para exigir su sitio en mi historia, corta historia, breve historia, tan trivial o banal como la que más: en los tiempos de aguas, mis padres afanosamente colocando recipientes bajo las goteras para evitar una inundación en casa, aquel humilde hogar de la Fernando Montes de Oca… sí… en la Colonia Cortinas, el último caserío en la parte sur de Ciudad Obregón… en aquellos tiempos cuando realmente llovía.

 

Las primeras goteras podían ser atendidas con la participación de mis hermanos y hermanas, echando mano de ollas, vasijas y demás, pero de a poco se multiplicaban y los recipientes resultaban insuficientes para tanto aguacero; el agua pasaba a chorros por entre los orificios viejos y nuevos del techo, confeccionado con lámina de cartón negro; después el nivel del agua resultaba tal que comenzaba a entrar a la casa, primero por debajo de la puerta y después por entre las paredes.

 

Una batalla desigual no podía ser ganada; sentaditos todos, juntitos, quietecitos, prietitos, flaquitos, remojados unos más que otros, no había más que esperar a que amainara el chaparrón; y ella, mi madre, como siempre y a pesar de las circunstancias adveras, preparando algo en el brasero para que los niños comieran.

 

Las Cortinas era la frontera sur de la ciudad, como dije antes; a menos de cien metros de la colonia se encontraba la entonces Calle 300, hoy por hoy con renombre por la famosa frase Fierro por la Trescientos, siendo en aquellos años el principal camino hacia el Valle del Yaqui. Un poco más delante, el dren de aguas negras y en seguida el canal de riego que bañaba las tierras agrícolas. Realmente estábamos en la orilla de la ciudad.

 

Habrá sido por eso que la lluvia se sentía con más fuerza; el viento soplando despiadadamente provocaba el estremecimiento de las humildes viviendas y sus moradores; la luz de inmediato se iba, algunos decían que por problemas en los cableados y otros que era cortada de forma intencional, para que no se electrocutara nadie, pues eran momentos de andar a raiz. Sin luz no funcionaban las plantas potabilizadoras, entonces el suministro de agua se interrumpía… en las llaves.

 

Cuando la lluvia arreciaba, los árboles cedían ante la fuerza del agua; sus brazos se doblaban y, a pesar de que el follaje lucía de un hermoso verde, sus hojas comenzaban a caer, una a una; anegado el lugar, convertido en una enorme laguna chocolatosa, las gotas de agua al caer levantaban pequeñas burbujas que, luego bien formaditas, avanzaban como diminutos cascos de soldaditos sumergidos en la dirección tomada por los nuevos arroyos. Para matar el desquehacer, observaba detenidamente el avance de las burbujas… que en sus alocadas carreras chocan… se abrazan a otras para fundirse en una, pero otras cuentan con mala suerte y desaparecen cuando una enorme gota cae estrepitosamente sobre ellas. ¡Plof!

 

Todos a la espera. Y luego el murmullo de las últimas nubes. Viento fresco… helado… sólo el agua que sigue cayendo desde los techos y ramas de los árboles… pero todo acabó. ¿Por qué cuando deja de llover aparece la noche? Mover camas, acomodar trastes, recoger, escurrir, buscar las velas o veladoras y escuchar el silencio de la obscura noche… los sapos y las ranas hacen gala de sus cantos… por todos rumbos ruge su croar… sus gritos… conversaciones… y atrevimientos cuando pretenden ingresar a las casas. No hacen nada, no hacen nada, nos dicen a los niños para tranquilizarnos cuando los eructos anfibios se escuchan demasiado cerca, pero ya el miedo se ha apoderado de nuestros sueños.

 

A lo lejos se vuelven a escuchar los sonidos de la despepitadora, ubicada allá en 5 de Febrero y 300, el sitio a donde iba  a parar el algodón recolectado por los pizcadores; es entonces cuando, a duras penas, los vecinos de Las Cortinas inician sus esfuerzos por volver a la normalidad.

 

Pero Elisa, Ricardo y Luis Eduardo repentinamente me han hecho regresar del pasado, lanzando sus gritos desde la puerta de la casa para exponer sus razones de no asistir a mi fiesta. Quieren confirmar lo que de antemano tengo claro: el viento fuerte, el frío del agua, los truenos y relámpagos les han quitado la intención de bañarse bajo la lluvia y a mí, en cambio, me han traído algunos de los pasajes más hermosos en la historia de mi vida.

 

Por Tomás Hernández Flores

Fotografía de Benjamín Alonso

 

Sobre el autor

Tomás Hernández nació en 1964 en Ciudad Obregón, Cajeme, Sonora. Siendo el séptimo y último hijo, arribó a una humilde familia radicada en la Colonia Cortinas. Las carencias resultaron insuficientes para impedir enamorarse de la vida, soñar bajo árboles, cantar con sapos, corretear cigarras, contemplar el cielo azul, las nubes blancas y un delicioso aroma que sólo es conocido por la inocencia de los primeros años.

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3 comentarios

  1. UN SALUDO AL DIRECTOR DE ESTE MEDIO DE COMUNICACIÓN POR MOTIVAR A PERSONAS TAN SENSIBLES COMO TOMÁS HERNÁNDEZ PARA QUE NOS REFRESQUEN EL ALMA CON ESTAS VIVENCIAS…
    NUESTROS HIJOS VENCERÁN LOS TEMORES COMO LO HEMOS HECHO NOSOTROS Y VENDRÁ TAMBIÉN A ELLOS LA ALEGRÍA DEL VIVIR PORQUE SOMOS EL EJEMPLO DE QUE HEMOS SUPERADO LOS OBSTÁCULOS… LA TIERRA SAGRADA DONDE NOS TOCÓ VIVIR ES MAGNÁNIMA.

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