Un tierno testimonio y una crítica reflexión en la pluma de Magaly Vasquez Montaño​.

Sí, señora

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Mi tata estrepitosamente ha golpeado con el puño de su mano la mesa acompañado de un fuerte resoplido con su voz para luego decir «ay que calamidad.» Tiene 97 años y detrás de él una vida ardua y sin descanso en las faenas del campo. Pero hoy y ayer y hace aproximadamente 5 años se ve las manos y los surcos que se le fueron dibujando con el tiempo y definitivamente no le gustan, le duele la vejez.

Nació el 20 de noviembre de 1920, siempre nos dice que nació con la revolución, aunque para ese entonces podríamos decir que fue un niño de la posrevolución. Fue el mayor de siete hermanos y a quien le correspondió ayudar a sus padres en el sustento familiar. Alcanzó a cursar la primaria en aquellos tiempos de la guerra cristera; de vez en cuando nos cuenta cómo las mujeres defendieron el cierre de la iglesia en el pueblo.

Su vida, desde pequeño, estuvo ligada al campo. Con el paso del tiempo y cuando formó su familia logró sostenerla por medio de la siembra de cacahuate, maíz, frijol y zacate, aunque la principal actividad económica de la familia ha sido la ganadería.

Todo me lo ha platicado mi tata. Le gusta recordar y sentir tiempos que fueron mejores. Para mí es una de las pocas formas en las que puedo entablar comunicación con él y de sentir su particular forma de dar amor.

Ayer le dije que la vejez es parte de vivir, que sus 97 años no han sido en vano y que debería dejar de pensar, de rezongar, de cuestionarse, de sufrir. Fue como hablarle a un niño que recibe una reprimenda para que se porte bien. Para que mi tía, la que lo ha cuidado buena parte de su vida, no se agote y pueda sobrellevar la rutina diaria que suele ser desgastante.

De mi infancia tengo como un claro recuerdo el ritual diario de trabajo de mi tata. Levantarse de madrugada para desayunar a las siete de la mañana, esperar a que mi nana o mi tía prepararan el “lunch” e irse con todo y monturas al rancho. Luego, como a las 4 de la tarde, su regreso. Bañarse, sentarse en el zaguán a leer el periódico, cenar a las 6 de la tarde, caminar hacia el estadio para ver un partido beisbol. En la noche ver las noticias u otro juego de beisbol en la televisión, dormir y luego otro día igual…

No había abrazos, ni besos para los nietos, ni para los hijos. Nos adaptamos, lo tratamos de entender; “es que así es” nos decía mi mamá. Esa distancia la compensamos con sus grandes momentos de lucidez para hablar de muchos temas, con sus sutiles bromas y con las amorosas canciones de mi nana.

***

Mi tata es el epítome de la fragilidad de la masculinidad. Cuando lo veo afligido por su vejez no imagino lo dolorosos que deben ser sus pensamientos y el paso de los días. Aunque nuestra sociedad en general no está preparada para el ciclo natural de la vida y para reconocer los cambios de nuestro cuerpo y de las capacidades y habilidades para afrontar los retos de las actividades diarias de nuestra existencia, hombres y mujeres lo experimentamos de manera distinta.

El cuidado de sí fue poco inculcado en la generación de mi tata, incluso en la de mi papá, en la nuestra. Los hombres no se enferman, son fuertes y sanos por naturaleza y cuando esto ocurre pareciera que el mundo se vuelca contra su masculinidad. En el caso de las mujeres se ha privilegiado el cuidado de otros frente al cuidado de sí mismas. Como si fuera ley de la vida, las mujeres en las familias longevas, como la mía, han sido históricamente las encargadas de velar por los padres.

***

Son las siete de la mañana, doy los buenos días y le pregunto a mi tata cómo amaneció. “Vivo”, me responde. Estar vivo, eso es lo que cuenta dicen. Para mi tata es una cuenta en sus dedos que lo llevan al ser y hacer nada… Sólo significan otro día más de estar físicamente pero con el pensamiento en el ayer, a lo que fue. “¿Cómo está?” le digo. No responde, solo mira hacia la nada. “Pues aquí estoy”, se atreve a balbucear y entonces una diminuta lágrima sale de su ojo izquierdo y corre por su mejilla. Agacha la cabeza, no se le permitió llorar, ahora no lo hará. Después advierte que él quería llegar a los cien años. Las esperanzas se han esfumado, ¿o acaso ya no tiene sentido? “Sin poder hacer nada, ¡para qué!”

Mi tata no está enfermo, le duele su masculinidad mancillada por la vejez. No sé cómo reconfortarle, cómo decirle que es momento de soltarse, que se vale llorar, que puede recibir y dar amor en formas inimaginables y que por eso no deja de ser hombre. Cómo le digo a un hombre que se crió en el ambiente agreste del monte y en la idea que debía trabajar arduamente para ser un hombre cabal y ejemplar. Cómo le cuento que por fortuna nuestra sociedad está cambiando para bien y que esos cambios lentamente tienen que repercutir en los hombres y en la forma en la que se plantan ante el mundo, en la manera en la que experimentan y develan las emociones. Cómo le digo que la masculinidad es frágil pero que ser hombre no debería doler.

Mi tata sigue rompiendo la mesa con su puño, quiere dormir. Quizá en sueños se traslada a sus infantiles años, su pensamiento deja de ser incesante y logra soltar lo que despierto no puede.

Por Magaly Vázquez Montaño

En portada, don Silvestre Bojórquez a caballo. Década de 1950, Arizpe, Sonora.

Fotografía del acervo de la familia Vázquez Bojórquez

Sobre el autor

Margarita Vásquez Montaño, mejor conocida como Magaly o “la Maga”, es una sonorense que hizo del altiplano mexicano su segundo hogar. Feminista crítica, soñadora rebelde y amante de los días de sol, de una buena charla, de la sabrosa lectura de un poema y de la fortuna de disfrutar la espontaneidad del día a día. Egresada de la Universidad de Sonora, Maestra y Doctora en Historia por El Colegio de México. Se ha especializado en la historia de las mujeres del siglo XX. Escribe además crónica, narrativa y poesía de vez en vez. Actualmente radica en Toluca, Estado de México donde trabaja como profesora investigadora de El Colegio Mexiquense.

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10 comentarios

  1. Excelente texto. Felicito a la autora por la sencillez en su escritura, por la facilidad de trasladarnos en un par de líneas a otros tiempos y lugares, por compartirnos una historia familiar que duele, pero que audazmente usa como plataforma para entablar una crítica bien fundamentada sobre la masculinidad. Me recordó a un texto de Ondina Fachel (1997) en la cultura gaucha, que aborda el mismo tema. Gracias por compartir este tipo de escritos Crónica Sonora.

    1. Muchas gracias Jaqueline por tus comentarios, creo es el momento de que empecemos a reflexionar sobre la masculinidad, deconstruirla, reflexionarla, repensarla. Voy a buscar el texto de Fachel, me interesó. Saludos

    2. Muchas gracias por tus comentarios Jaqueline. Creo que es momento de reflexionar, deconstruir, repensar la masculinidad. Voy a buscar el texto que señalas, me interesa.
      Saludos

  2. Me identifico, mi padre nació en 1930 y recuerdo que mi infancia junto a él fue contrastante (yo que soy ‘milenial’ del ’87) por el pensamiento tan arraigado y las costumbres de aquella época, que distan tanto de las generaciones dosmileras…

    1. Es una cuestión generacional pero también cultural que a veces trasciende las generaciones como a veces ocurre con la masculinidad. Gracias por tu comentario. Saludos.

  3. Quienes somos de pueblo o bien de ranchos, sabemos muy bien de éstas actitudes de nuestros padres y abuelos, quienes se han forjado en lo agreste de las tierras de ranchos y pueblos, que al lomo de caballos han hecho de su diario devenir su vida y con ello han forjado sus familias. Es un texto muy interesante donde nos hace la autora reflexionar sobre el actuar de la gente de aquellos tiempos y su «necedad» a seguir queriendo llevar el control de sus actos y sobre todo de su cuerpo cuando los años ya no se los permite como ellos quisieran.
    Muchas gracias a Crónica Sonora y a Benjamín Alonso por compartir éstas crónicas interesantes y necesarias para poder entender muchas posturas de nuestros adultos mayores. Saludos

  4. Pareciese que estaba leyendo la vida de mis tatas, uno aún vivo que sigue rodando lágrimas cuando le preguntamos, cómo está tata? Recordé una frase muy común de mi Nana (QEPD) cuando la visitamos y era tiempo de despedirnos, ella siempre nos decía: «Dios te bendiga y te traiga de vuelta» , ese te traiga de vuelta aún me jala a volver. Aquí me tienes haciendo pucheros recordándoles. Gracias por transladarme al pueblo con éste escrito!

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