Si usted, amable lector, al leer este título piensa que la esclavitud es un asunto del pasado, de hace siglos, como cuando antaño veíamos la serie Este y Oeste, lamento decirle que está equivocado. Actualmente existen muchas formas de esclavitud, disfrazadas pero esclavitud al fin.

 

Por ejemplo, ¿cuántos de nosotros no conocemos a una vecina que “le dio trabajo a una niña de Oaxaca» pero que no la deja salir de casa porque sabe que tiene en casa a una menor trabajando y eso es, por principio de cuentas, ilegal? En el mejor de los casos, estas niñas, adolescentes e incluso mujeres adultas, vivirán dentro de ese hogar, no tendrán dinero, serán calificadas como “inditas que hablan un dialecto” (en vez de una lengua). Pero en muchos casos, estas mujeres  serán presa fácil de los impulsos sexuales de los hijos varones, o incluso de cualquier persona del sexo masculino, que jamás aprendió a respetar a las mujeres.

 

Disculpe, querido lector, si no he puesto nombre a las cosas. Esto que describo sucede en ciertas zonas nice de mi ciudad de origen, la Ciudad de México, como es el caso de Santa Fe.

 

Volviendo a mi planteamiento, otra forma de esclavitud moderna y execrable es la trata y el tráfico de personas. En su libro Esclavas del poder, Lydia Cacho[1], señala que las víctimas potenciales son aquellas niñas y jóvenes provenientes de países subdesarrollados -un eufemismo que se niega a designarlos como países pobres- y las consecuencias que esto trae: falta de oportunidades laborales y educativas hacia las mujeres, lo que las lleva a caer en la pobreza extrema.

 

Es ahí donde los tratantes (que puede ser un padrote, chulo, proxeneta) aprovechan para prometer amor y cuidados a las jovencitas; este sector casi siempre es el blanco más fácil. Después, sin uso de la violencia pero de una forma perversa y manipuladora: algo que ellos llaman “ser bien verbo”.

 

Otra forma de esclavitud moderna está en las redes que se publicitan a través de Internet y que ofrecen trabajos de cantantes o de modelo. Lo macabro de estas redes es que cuando los padres las investigan encuentran que son ejemplares: no deben impuestos y parece que el trabajo es sólo de cantar y modelar. Lo que no saben es que estas redes operan bajo el cobijo de las autoridades y que muchos funcionarios del gobierno, policías y miembros del ejército son clientes asiduos. De este modo el lazo de complicidad entre autoridades y redes es tan fuerte que si alguna víctima se atreviera a denunciar, harían caso omiso a sus declaraciones. Qué perverso, ¿no?

 

Quizás muchas de estas redes no existirían si no hubieran clientes que demandaran los servicios. En este sentido, me gustaría invitar a una reflexión: ¿Por qué si hay tantas formas de satisfacer el deseo sexual se elige la prostitución? La cual implica, por parte del hombre, apropiarse de un cuerpo ajeno, al que se le paga, y es a partir de esto que se ejerce poder sobre ese cuerpo.

 

Sé que este comentario desatará críticas entre muchos hombres, pero si la prostitución fuera un oficio como cualquier otro, ¿por qué es abrumadoramente femenino? ¿Por qué quien controla a las mujeres es el padrote o una mujer que casi siempre fue prostituida?

 

Muchas mujeres que ejercen la prostitución han dicho que se trata de un acto en el que se les humilla, muchas de ellas presentan huellas de violencia en su cuerpo: desde huellas de estrangulamiento hasta moretones, rastros de navajas, etcétera. Ante tales evidencias, ¿todavía queda duda alguna de que no es un acto violento?

 

Lydia Cacho, en su libro Esclavas del poder, define la prostitución como “una forma de violencia estructural contra las mujeres”.  Por otra parte, Viktor Malarek[2] afirma que es “una creación masculina, no es un asunto de la sexualidad femenina. Si los hombres alrededor del mundo no pagaran por sexo no habría necesidad de acorralar, quebrantar y someter a millones de  mujeres y niñas quebradas en esta existencia deshumanizante”.

 

Por tales argumentos resulta imperante reflexionar, en primer lugar, en el concepto que se tiene de estas mujeres: no son malas, no son escoria de la sociedad, mucho menos son mujeres con las que se pueda llevar un acto carnal desenfrenado y sin límites.

 

Son seres humanos, llenos de dignidad, con sueños y metas por cumplir, todas ellas tienen un cantante favorito, una canción favorita, un color favorito, un platillo favorito. Todas ellas escaparon con engaños bajo la promesa de un futuro mejor, un futuro que sus países de origen negaron darles: educación y oportunidades laborales. Víctimas del sistema capitalista y de la globalización, donde el primero se caracteriza por su inequidad y por la explotación de todo. La segunda, por su parte, hace que las fronteras políticas entre los países parezcan escurridizas y confusas. Juntos hacen la combinación idónea para los tratantes y clientes de estos últimos, de quienes hay mucho qué decir. Mientras que de ellas, hay mucho qué escuchar y resignificar.

 

[1] Lydia Cacho Ribeiro (2010). Esclavas del poder.  Editorial Grijalbo.

[2] Viktor Malarek (2009). Sex for Sale and the Men who Buy it. Key Porter.

 

Texto y fotografía por Aline Granados

S A N T A   F E ,  C I U D A D  D E  M É X I C O

santa fe aline

Sobre el autor

Licenciada en Lingüística Antropológica por la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH), título que obtuvo con la tesis "Variación fónica y léxica en el español de Bahía de Kino y Guaymas, Sonora: Estudio Sociolingüístico". Actualmente aspira al título de Maestra en Linguística Indiamérica por la Universidad de Sonora.

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