El 19 de septiembre de 1985, a las 7:19 de la mañana, estaba yo a punto de comerme unos huevos estrellados cuando empezó a temblar. Como habitante del DF estaba acostumbrado a los temblores de tierra, pero esa mañana, el edificio donde vivía, en la calle de Pestalozzi, en la Narvarte, tronó como nunca lo había hecho, y se ladeó un poquito. La Gloria, mi madre, se asustó tanto que cayó al piso y ya no pudo levantarse. En medio de la bambolina, Rubi (mi esposa), la Nela (mi hermanita) y yo, literalmente la arrastramos al baño y allí nos refugiamos el minuto eterno que duró el sismo. Pasado el temblor, y el susto, me fui a trabajar (tenía una beca implícita en la Secretaria de Agricultura para sacar la licenciatura en Economía), pero cuando salí a la calle vi la ciudad devastada y una enorme nube de polvo y humo que oscurecía ese día que, de otra manera, hubiera sido luminoso.

Regresé al departamento a dejar mis bártulos y a sacar a la familia porque en ese instante comprendí que el edificio se podía derrumbar en cualquier momento (ese momento todavía no llega porque el otro día la nostalgia me arrastró a esa calle y lo vi muy campante, un poquito recargado en el edifico vecino, pero habitable).

Llevé la familia a la casa de Nora, una de mis cuñadas que vivía cerca de allí, y me fui al centro de la destrucción y la muerte: la clínica de obstetricia y la unidad habitacional Juárez, ambas sobre avenida Cuauhtémoc. Allí me uní a una cuadrilla que de manera natural comandaba un muchacho de Azcapotzalco y nos dimos a la tarea de sacar muertos. Nuestro propósito era sacar vivos, pero prácticamente no había gente sobreviviente, excepto una señora cuyo pie estaba atrapado en una pesada mole de cemento y varilla. Todavía no llegaban los israelitas, los alemanes, los gringos y los ingleses con su maravilloso equipo para remover lo que sea, así que nos dimos a la tarea de jalar la mole entre 20, luego 30 y así hasta que no cabía la gente queriendo liberar a la señora. De pronto empezó a salir gas de entre los escombros y los soldados nos quisieron sacar por el peligro de una explosión. La autoridad de todo lo que oliera a gobierno se había desvanecido en esas horas, así que un joven médico de nuestra cuadrilla le dijo al militar, como si fuera su jefe, que él se quedaba allí bajo su propio riesgo. Luego nos miró a los demás a ver qué decidíamos. Todos empezaron a decir que se quedaban y a mí no me quedó más remedio que solidarizarme a pesar del tremiendo miedo que me daba volar por los aires cual víctima de terrorista árabe. La prisa y lo inútil de los esfuerzos hicieron que el joven médico propusiera cortarle el pie (de todas maneras no le serviría porque le había quedado como una tortilla debajo de la pesada carga). A falta de equipo, trajeron una sierra y el médico le inyectó a la persona una muy fuerte dosis de morfina. Luego jalaron una extensión hasta una planta de luz que trajeron los soldados y “agárrenla”, dijo como si nada. Yo le agarré una mano para dar oportunidad de que un muchacho de Neza, que se veía muy valiente, le agarrara la pierna. El médico cortó sin más y la sangre y los huesos nos salpicaron a todos los que participamos. Sacamos luego a la doña y la subimos a una ambulancia. Treinta años después me pregunto todavía cómo andará. Me supongo que si vive anda con muletas.

Todo ese día, toda la noche y parte del viernes 20 sacamos muertos. Los había de todo, como las momias carbonizadas de Pompeya. Los que estaban dormidos, los que se estaban bañando, los que casi habían logrado salir, los bebés de la clínica de ginecobstetricia, que murieron sin saber que habían existido, gente simplemente aplastada. Subíamos los cuerpos a camionetas prestadas por quién sabe quién y los llevábamos al vecino estadio de béisbol de los Diablos Rojos, que estaba donde ahora está la plaza comercial Parque Delta. Allí los empezamos a acomodar desde el jardín derecho junta a la barda. Poníamos a los muertos cabeza con cabeza dejando un estrecho pasillo para que los que quisieran, fueran a tratar de identificarlos. Al atardecer del viernes todo el campo de béisbol estaba tapizado de cadáveres, incluyendo los pasillos y las gradas y el olor a muerto empezaba a invadir a la devastada ciudad de México.

***

Mientras tanto, en Vícam, Ramón, mi padre, y Julián, mi hermano, estaban bajo la sombra generosa de un mezquite. Julián estaba dormido mientras Ramón, sentado en el catre, tomaba una humeante taza de café. Eran pasaditas de las cinco de la mañana del 19 de septiembre (pasaditas de las 7:00 en la Ciudad de México).

De pronto, Ramón vio a la Licha Cachecuero ir hacia ellos a toda carrera, hasta donde eso era posible considerando sus 120 kilos de peso y los más de cinco centímetros que a su pierna izquierda le faltaba para ser igual a la derecha. Cuando llegó a ellos, jadeante, les dijo sin más prolegómenos: “Hubo un terremoto y México se hundió. Todos se murieron”.

La carrera de la mujer se debía no sólo a la magnitud de la tragedia, sino sobre todo a que sabía que la Gloria estaba allá visitando a tres de sus hijos que estudiaban en la universidad. Julián había despertado porque la Licha, mientras se acercaba a ellos, gritaba con desesperación el nombre de Ramón. Ramón se quedó como petrificado, sin atinar ni siquiera a levantar la vista del suelo. Observó abstraído el curso de una laboriosa hormiga hasta que se perdió debajo de unas ramas y allí se quedó un largo rato, estático, como ausente. Julián sólo atinó a decir con un aire de dolor y resignación: “Ya nos quedamos solos. Ni modo.”

Se quedaron un rato en silencio. No sabían qué hacer. La Lichita (así le decíamos) se metió a la casa y a los minutos regresó con un viejo radio amarillo y sintonizó la Radio Centro de Obregón. Cuando lo hubo logrado, el locutor estaba describiendo los destrozos que el terremoto había causado. Los destrozos son de tal magnitud que se calcula en muchos miles los muertos. La ciudad se ve como si se le hubiera bombardeado con armas nucleares y por todos lados se ven columnas de humo y explosiones esporádicas.

Lo que más le preocupó a aquel trío que azorado oía las noticias fue lo de explosiones “esporádicas” porque no sabían lo que eso significaba, pero se imaginaban que lo de “esporádico” se refería a que las explosiones eran tan fuertes que se desparramaban (como las esporas, pues) destruyendo lo que ya estaba destruido.

Ramón se puso la camisa y le dijo a Julián que fueran a ver si podían llamar por teléfono. En esos tiempos Vícam tenía un sistema de teléfonos muy rudimentario. Las casas que habían contratado el servicio, pocas por cierto, levantaban el aparato y les respondían en una caseta que los enlazaba a donde quisieran llamar.  No recuerdo cómo se llamaba la telefonista, pero le decían Lala dando lugar a una broma local según la cual la gente no llamaba por “Lada”, sino por “Lala”. (Nota para las personas jóvenes, de la era digital: antes se llamaba a otra ciudad recurriendo a una operadora. Los más afortunados marcaban directamente introduciendo antes una clave llamada “lada”, que es el acrónimo de “larga distancia”).

Llegaron al local de la Lala y le dijeron lo que ella ya sabía. Les pidió algún número al que se pudieran comunicar y le dieron un papel donde la Gloria había escrito un número. No tenía nombre ni ninguna otra seña, así que la mujer tomó su aparato y le dio vueltas a la manivela hasta que le contestaron del otro lado de la línea. A la usanza de aquellos años, la Lala dijo: “Buenos días, Obregón; habla Vícam. Quiero una conferencia con México”. La otra telefonista le dijo que México estaba incomunicado y la gente que se estaba congregando en la caseta telefónica dio por hecho que los viqueños residentes en el DF habíamos perecido.

Ramón y Julián, sin saber qué hacer, se fueron a su casa y se tumbaron en los catres. Allí se quedaron, a veces pensando y a veces llorando, oyendo las noticias de la destrucción, así hasta las cinco de la tarde. De repente oyeron que desde la carretera les gritaba por sus nombres el telegrafista de Vícam. El robusto personaje, Isaac Vilchis se llamaba, pero la gente lo apodaba el Mantequilla por su gran parecido con Fernando Soto Mantequilla (el artista de reparto que salvó del fracaso muchas películas protagonizadas por artistas mediocres que se creían estrellas). Isaac llegó en su bicicleta, pedaleando con todas sus fuerzas y agitando con la mano izquierda un papel. Era un telegrama donde se les decía: “Todos bien, no se preocupen”.

Por Alejandro Valenzuela

Foto de Frida Hartz

Sobre el autor

Soy Alejandro Valenzuela, director del Vícam Switch, un medio de comunicación que tiene como propósito contribuir al rescate y la difusión de la cultura y las costumbres de los habitantes de comunidades yaquis (yaquis y yoris).
Como datos biográficos, asistí a las escuelas primarias Benito Juárez, de Bácum, y Florencio Zaragoza, de Singapur; a la Secundaria Federal Lázaro Cárdenas y al CBTA 26, ambas de Vícam. En la Ciudad de México fui a la Facultad de Medicina Veterinaria y Zootecnia de la UNAM y cursé Economía en la UAM-Xochimilco. En Tijuana cursé la Maestría en El Colegio de la Frontera Norte. Tuve una estancia doctoral en la Universidad de Connecticut, en los Estados Unidos, con financiamiento de la Beca Fulbright, y obtuve el doctorado en El Colegio de Sonora.
En la actualidad soy profesor-investigador en el Departamento de Ingeniería Industrial de la Universidad de Sonora.

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7 comentarios

  1. EXCELENTE narración del TRÁGICO TEMBLOR DE MÉXICO 1985.
    FELICIDADES A QUIENES HACEN POSIBLE QUE TODO ESTO SE CONOZCA. DESDE EL DIRECTOR DEL PERIÓDICO HASTA EL ESCRITOR ALEJANDRO.

  2. Alejandro, te escribo para comentarte que me gustó la narrativa de tu experiencia en el temblor de 1985. Además, me llama también la atención tu semblanza ya que tu servidor trabajó en la UAM-X y saber de alguien que estudió o también trabajó allí, pues me emociona y me da gusto. También quiero preguntarte si conoces a Claudio Bacasegua, oriundo de Vicam. Fue mi compañero en la FCPS de la UNAM. Saludos

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