Un relato imperdible de Abraham Mendoza, con fotografía de Lorenza Val.

Buen provecho

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Hermosillo, Sonora.-

Una sopa caliente, pero muy caliente, es lo que fui a buscar aquella mañana. El día era frío y lluvioso, como afortunadamente suele suceder en el mes de enero. Quise salir de la burbuja universitaria en la que me encontraba, abrumado por una tesis que no daba muestras de llegar a su fin. La lluvia era pertinaz, el aire transparente y a la vez que el frío aumentaba lo hacía también mi deseo por la sopa caliente. Tomé la calle Pino Suárez rumbo al centro de la ciudad, con mi cachucha bien puesta, mi chamarra melosa y unas botas a las que nada había que cuidarle. Recordé con nostalgia que en mi niñez jugaba béisbol con mis amigos en ese tipo de días. Bajé de la banqueta a la calle y me eché a caminar sobre los charcos mirando el cielo cubierto por una imponente alfombra de nubes color violeta.

El restaurante elegido era una de esas casas de adobe muy altas que hay en el centro. Quienes atendían el lugar eran dos mujeres muy amables, una tenía los ojos verdes como las aceitunas y la otra también. El deseo se concedió. En la barra de aquel restaurante estaba servido ante mí un plato humeante y rebosante de una deliciosa sopa de fideos. Salí del restaurante complacido pensando en lo generosa que es la vida, pero una cosa más me faltaba para tocar fondo en el placer: era una taza de café con leche en el Café Elvira del mercado municipal. Me dirigí al mercado pero antes de llegar al lugar una mujer llamó mi atención. Estaba sentada en una maceta, rodeada de vagos, de viejos inútiles y de perros callejeros. Para muchos, una escoria; para ellos, una santa.

La pintura en su cara no tenía necesariamente el propósito de embellecer, más bien funcionaba como un objeto de identidad y de mercadotecnia. Lo mismo pasaba con el grueso collar de fantasía que portaba, accesorios más que suficientes para identificarse como lo que ella era: una paloma desplumada. Su dentadura incompleta no dejaba de machacar el chicle. Sus pies calzaban unos zapatitos blancos que colgaban sin tocar el piso debido a su corta estatura. Su mirada estaba perdida en el horizonte, lleno de un pasado borrascoso pero ya superado. Sus dedos los tenía entrelazados y sus brazos descansaban en sus piernas. Ese día el cielo no la miró, ni el sol la acarició. Las nubes se interpusieron celosas para cobijarla.

Cuando entré al mercado no percibí el olor de la fruta y la verdura, el bullicio del lugar lo miraba pero no lo escuchaba, el olor a menudo en la fonda del Pelón Villa no lo noté, los ancianos que le dan el toque interesante al Café Elvira no significaban nada para mí, las nostálgicas conversaciones me resultaban huecas. Aquel místico caballero de personalidad histriónica, de cabello largo y apelmazado, el de ideas esotéricas, no lo veía más que como un cascarón. La señora letrada que no falta a ningún evento cultural, la que tiene un lugar exclusivo en la barra del Café Elvira para leer diariamente el periódico, me parecía un maniquí. Los que venden sueños en series, salpicados de codicia, me resultaban abominables. El señor vestido de negro que canta acompañado de una guitarra, ese que mantiene vigente la agonizante buena música, a ese no le admiré su talento. No encontraba yo más encantos en  aquella gente del mercado municipal, todo lo acaparaba esa mujer.

Terminé el café, no sentía haberme refrescado con ese baño de pueblo como en otros días. Y me dirigí hacia afuera con la esperanza de verla una vez más. Cuando salí, ¡que fortuna! En aquella maceta estaba esa mujer. ¡Qué mujer!

Por Abraham Mendoza

Fotografía -de la mujer que inspiró este relato- por Lorenza Val

Sobre el autor

Abraham Mendoza vio la primera luz en San Pedro El Saucito el 2 de abril de 1960. Es geólogo de profesión y narrador nato que escribe como Dios le da a entender. Tiene por hobby caminar por todas partes excepto en andadores y le gusta que le lleven serenata aunque no sea su cumpleaños.

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