Sabrosa la crónica, incisiva la reflexión de René Córdova sobre un evento que merece una mirada detenida.

Provechito

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Los seres humanos, decía Sigmund Freud, somos perversos y polimorfos, es decir, seres en búsqueda de comodidad, bienestar personal y placeres que vienen en formas y manifestaciones diversas, casi aleatorias, que la cultura va disciplinando y normando según reglas igualmente casi siempre arbitrarias.

 

Y así pues lo sorprendente son las demandas de congruencia que generan nuestras identidades, que a pesar de su traslape se pretenden siempre monolíticas y determinantes a la hora de definir lo que uno tiene qué hacer, pensar, decir o disfrutar.

 

Este esfuerzo procustiano de recortar lo que no se apegue a criterios predefinidos no sólo afecta a las identidades retrógradas y derechistas, en cuyo discurso el respeto a la norma y lo establecido es el elemento articulador de los discursos con los que buscan controlar el comportamiento de los individuos e individuas.

 

Paradójicamente, este mecanismo funciona de manera a veces más violenta en movimientos y grupos dedicados a la modificación del orden social actual (Hola Ismene). En 1961 Sabá Cabrera Infante y Orando Jiménez Leal filmaron P.M. -Pasado Meridiano-, un documental de trece minutos sobre la vida nocturna en La Habana. Vital,  moderno, vanguardista, que retrataba gente bebiendo, bailando, cantando y como dicen, haciendo rumba hasta el amanecer.

 

P.M. fue prohibida «por ofrecer una pintura parcial de la vida nocturna habanera, que empobrece y desfigura y desvirtúa la actitud que mantiene el pueblo cubano contra los ataques arteros de la contrarrevolución a las órdenes del imperialismo yanqui», según el «Acuerdo del ICAIC sobre la prohibición del film P.M.«. Los cubanos debían ser congruentes y eso de andarse divirtiendo y emborrachando no era muy revolucionario. El documental puede verse en Youtube.

 

Y en parte los inquisidores e inquisidoras tienen razón; el arte, como todos los actos humanos, es un acto político que telegrafía mensajes, enuncia posiciones y establece intenciones. Aunque quizá lo más peligroso sea que su disfrute, aún en eventos masivos como los conciertos o experiencias colectivas como la danza, es profundamente individual, íntimo.

 

Nuestros gustos artísticos tuitean (ya nadie usa el telégrafo), lo que pasa en la intimidad de nuestro proyecto de vida y en las profundidades de nuestro espíritu, por eso preguntamos por sus gustos musicales a la gente que nos atrae sexualmente o de otras maneras, por eso aborrecemos tanto a quienes no aprecian o comparten nuestros gustos y no falta quien quiera eliminar las expresiones que considera que contradicen sus propios gustos.

 

Ser incongruentes es lo que nos hace humanos, individuos, diferentes y la convivencia es más fácil cuando aceptamos este hecho en nosotros y en los demás, y la realidad nos obliga a sortear las inconsistencias de la sociedad en que vivimos.

 

hidrosisa

 

Es por eso que hacer un concierto con Plácido Domingo y Arturo Chacón en el Estadio Sonora no parecía mala idea; hace falta un lugar masivo para una de las mayores personalidades de la ópera del siglo XX, y siendo un concierto a beneficio, había que maximizar el número de boletos y la recaudación, y si el año pasado se presentó en el Auditorio Nacional en la Ciudad de México, todo parecía tener sentido.

 

Uno pensaría que la élite social hermosillense estaría familiarizada con la ubicación, problemas y sociabilidades que genera el Estadio Sonora, un espacio al que vamos a comer duros con chile, beber clamatos con cerveza, chiflarle al ampayer y corear el upudupú, cualquier cosa que esos signifique.

 

Sin embargo, los hermosillenses y las hermosillensas que van al beis no coinciden con quienes van a conciertos de música clásica, y aunque al beis uno llega en la tercera entrada, no es lo más congruente cuando uno ha pagado cientos de pesos por una veintena de canciones y piezas orquestales que a paso veloz podrían haberse desahogado en poco más de una hora.

 

A pesar de la media hora que retrasaron el concierto los organizadores para desahogar el embotellamiento en el único acceso al estadio (¿quién lo hubiera pensado?), la gente siguió llegando hasta bien entradas las diez de la noche, dos horas después de la hora anunciada para el inicio.

 

Estaba en la sección rosa (ejem), de quinientos pesos, detrás del home, deben ser buenos lugares, era la lógica, aunque a la hora de ocupar mi lugar (con una cerveza doble en mano, por supuesto), lo que había en home era una veintena de baños portátiles para uso de los millonetas que habían pagado o conseguido boletos en platea, y no sabía si usar las pausas para comentar que la voz de Plácido Domingo suena como con sordina ahora que anda de barítono, sin verdaderos bajos y sin las notas altas o sin contar las veces que la mujer del palazzo rayado iba al baño o fijarme con quién venía el señor de bermudas que se levantó cuatro veces.

 

Por el pasillo de cemento frente a mí desfilaban las señoras que habían pasado horas en el salón para lograr esa apariencia tan característica de las señoras que pasan horas en el salón de belleza, maridos con esa cara que pone uno en la fila de la Ross, parejas jóvenes a la última moda global: piercings, tatoos, cortes de pelo asimétricos y pantalones ajustados, mostrando su individualidad tan a la moda.

 

No faltaba el pobre hombre incómodo en su traje después de caminar cientos de metros, acompañando a su pareja igualmente incómoda con sus zapatillas del doce subiendo y bajando rampas y escaleras buscando su sección, su fila, su asiento, peleando con los paracaidistas sólo para darse cuenta que esos no eran sus lugares.

 

Desafortunadamente las concesiones de comida del estadio estaban cerradas, así que el menú era básicamente duros, papas fritas de feria y, en la zona de gradas, algún puesto de quesadillas. En la zona VIP sólo duros y papas. Uno de los cheveros, desanimado por el poco entusiasmo de este público, trataba de convencernos, consuman, consuman, es por una buena causa. La orquesta, casi como música de fondo para conversaciones presenciales y telefónicas, hacía su mejor esfuerzo.

 

De hecho, estuve probando una teoría que espero algún resuelto tesista pueda comprobar pronto. La gente que más habla durante la ejecución es la primera en aplaudir y la que más ruidosamente lo hace. Espero que encuentren el vínculo causal y no se trate sólo de una engañosa correlación estadística. Mis vecinos y vecinas no me dejarán mentir.

 

Pero dejando de lado las humanas incongruencias y la teoría social, la organización de este concierto me despertó varias preguntas sobre las políticas públicas culturales y la políticas públicas a secas.

 

El programa fue anunciado por la gobernadora y las autoridades estatales para la construcción de un albergue para 20 (si, veinte) hijos de jornaleros agrícolas en el poblado Miguel Alemán, con el muy republicano nombre de Casas del Papa Francisco. Supongo que los Titanes del Desierto habrán calmado sus conciencias por la situación social y económica de sus trabajadores comprando boletos de primera fila.

 

No sería la primera vez que su utilizan recursos públicos, especialmente los culturales, para promover una beneficencia ligada a alguna de las religiones que se practican en el estado. Sin embargo en el programa de mano no aparece ninguna asociación civil o institución privada responsable de tal albergue. A menos que Servando Carvajal lo vaya a operar como uno más de los servicios del Super del Norte, con eso de que ya tienen farmacias, panaderías y envoltura de regalos…

 

Afuera del estadio había una enorme carpa para una cena, supongo que de gala, y los rumores dicen que el acceso estaba reservado a quienes hubieran desembolsado dieciséis mil pesos por una mesa con diez lugares. Pobres, además de seis platos, debieron chutarse otro programa de música clásica entre las selfis y los abrazos con palmaditas en la espalda y los saludos de cachetito con besitos al aire. No supe cómo llegaron los comensales desde el lejano campo de béisbol hasta la carpa, aunque una fila de suburbans blancas amontonadas a la salida de la rampa de autobuses por donde entraban los VIP al campo de juego es una pista a comprobar.

 

No he sabido cómo resultó el negocio para el albergue, parece que no muy bien, a juzgar por los rumores de distribución masiva de boletos gratuitos (snif, snif) que me siguen llegando, provocándome inmensa envidia compensada sólo por una incongruente buena conciencia. Si la recaudación hubiera sido abundante ya la estaríamos celebrando, pero si las bocabajeadas finanzas estatales salieron mal libradas de este mayúsculo esfuerzo promocional, es probable que nunca lo sepamos, bueno, no en este sexenio, que apenas comienza.

 

Texto y fotografía Por René Córdova

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Interior del Estadio Sonora previo al inicio del concierto mentado

Sobre el autor

José René Córdova Rascón es Antropólogo Social por la ENAH, maestro en Salud Pública con especialidad en Políticas Públicas por la Universidad de Arizona en Tucsón, director de Espacios Expositivos, S.C. y curador externo de la nueva exposición permanente del Museo Comcaac (antes Museo de los Seris) en Bahía de Kino, Sonora. Contacto: rrenecordova@gmail.com

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2 comentarios

  1. Gracias René, he disfrutado mucho esta Crónica estridente. Comento que a mí no me mandaron boleto y eso que pertenezco al selecto grupo de los contribuyentes cautivos que mantenemos este país de caricatura, además he sido gestora cultural por 23 años, (eso significa que aprecio el arte de Plácido Domingo) la mayor parte de ese tiempo siguiéndole el juego a la bola de cabrones funcionarios de la cultura que desde la década de 1980 promueven la formación de «empresas culturales» y la procuración de fondos privados …ah! querían que pagara un boleto? jajajajajajajajajajajajajajajajajaja
    jaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa
    aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaajjjjjjjjjj

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