Siempre he sido muy curiosa de todo lo que se relacione con el cuerpo y el movimiento, mi vida está tejida con ese hilo. Es poco probable que al saber de alguien que trabaja con cuerpos, que sabe de cuerpos y vive de ese conocimiento, me quede con las ganas de acercarme a esa persona.

 

Cuidado, por conocimiento no me refiero al validado oficialmente, que también me provoca curiosidad pero sobre todo desconfianza, sino a esos conocimientos que son muchos y de cada quien, o de cada grupo, de cada comunidad. De los que ya no hay registro de dónde, cómo y con quiénes se originaron. Profundos saberes que van fluyendo en el tiempo y a través de las personas, que tienen el don de ser contenedores y vasos comunicantes.

 

Y bueno, apenas entradito el año me toca escuchar una conversación entre mi papá y un amigo que le comenta que su esposa está yendo a ver a un sobador para tratarse un dolor de espalda. “Sobador”…. para empezar la palabra me encanta para nombrar un oficio. Además, recordé que hace muchísimos años, antes de una función, tuve un dolor muy fuerte en la pierna derecha y como último recurso antes de aceptar que no podría bailar mi mamá me llevó con unos sobadores; eran padre e hijo en la Colonia Insurgentes. No supe “a ciencia cierta” qué hicieron pero pude bailar.

 

Le pedí a mi papá que me averiguara los datos del sobador, para ver si podría hacer algo por un dolor en la articulación del hombro derecho que me ha tenido un poco limitada desde hace aproximadamente 2 años. De inmediato las opiniones alrededor del evento:

 

-¿Porque no vas con un quiropráctico mejor?

 

-¿Sobadooooor? No vaya a resultar como el Indio Fernández de curandero (en referencia a la película sesentera).

 

-Puras mentiras, nomás adivinan.

 

-A todos les dicen lo mismo.

 

-No vayas a ir sola, es peligroso.

 

-A ver con cuánto dinero te vacuna el mentado sobador.

 

Y a mí, como a muchas personas que conozco, entre más me dicen cosas en contra de algo más curiosidad me da. Así que, siempre contando con la complicidad y tiempo de mi santa madre, nos encaminamos al encuentro del sobador allá por la Insurgentes otra vez.

 

Llegamos a una casa azul. La recomendación había sido llegar temprano porque no se hace cita, la gente va pasando conforme va llegando; generalmente hay gente desde las 7 de la mañana. Entramos a una sala con una mesita y había una computadora con música muy distorsionada de una estación de radio local (nada de música oriental o sonidos de la naturaleza, pura balada romántica variadita). Las paredes son de color lila y hay imágenes de los arcángeles y venta de “chingaderitas” (así decía el letrero) colgadas en una pared.

 

Unas 6 o 7 camas inclinadas puestas cada una a un lado de la otra con sus respectivos cuerpos encima: unos boca arriba, otros boca abajo, niños, jóvenes, adultos, adultos mayores, hombres, mujeres, unos más, otros menos pudientes, en silencio, respirando profundamente y un hombre a cargo de todas esas personas, de todas esas “dolencias”: el sobador.

 

“Siéntense”, nos dijo sonriente y amable. Las sillas para esperar turno están adentro de la misma sala, lo cual me fascinó porque tendría el privilegio de poder observar el trabajo de todos esos cuerpos. Para mí ya con eso la experiencia estaba resultando extraordinaria: una curación colectiva, el sobador compartiendo sus saberes de un cuerpo a otro, unos recibiendo, él moviendo, otros observando, todos conectados, todos compartiendo, un nosotros impecable, contundente, sin rollos, sin pretensiones, cuerpos respirando juntos, vidas adoloridas, todos con una intención común: estar mejor.

 

“Pásale”, me dijo al desocuparse una de las camas y yo me acosté boca arriba lista para compartirle mis hipótesis acerca de la lesión. Pero no me preguntó nada, cerré los ojos y sentí sus manos en mi cuello. “Mucha tensión”, me dijo y de ahí un sonido que parecía venir de lo más profundo de la tierra. Un movimiento en espiral desde la base del cráneo hasta el coxis… Apenas me estaba recuperando y lo mismo pero hacia el otro lado. Era como si mi cuerpo empezara a adquirir más espacio por dentro. Luces de todos colores y ganas de llorar y de reír al mismo tiempo… una palmadita en la cabeza y se fue con otro cuerpo.

 

Yo escuchaba el movimiento en las otras camas, así como las respiraciones, los quejidos y palabras en voz baja acerca del dolor, en contraste con los comentarios cotidianos y despreocupados del sobador acerca del frio, de las fiestas y la comida.

 

Después de unos minutos regresó conmigo, me movió los brazos, tocó mi hombro derecho y me dijo: “Aquí está”. A partir de ese momento todo lo que hizo en esa zona me dolió terriblemente. Al principio ni siquiera me podía tocar sin que yo saltara del dolor; después pude ir aguantando un poco más. Me pidió que me pusiera boca abajo y otra tronada en la espalda superior, un jalón en cada pierna y listo. Me despachó y me dijo: “Venías bien jodida… literalmente bien jodida. Te va a doler. Puedes tomar algo pero yo te recomendaría que dejes que salga, nomás. Te puede dar calentura o diarrea. Vente mañana”.

 

Como vi que era la costumbre, le puse los 100 pesos debajo de la computadora y me fui. Estuve todo el día muy cansada, solo quería dormir. Pero ya había quedado de tomar un café con una amiga que hace tiempo no veía. Y sí nos vimos, pero en ese estado toda mi conversación, con la que pretendía informar acerca de cómo están las cosas en mi vida, me parecía que la estaba diciendo otra persona. Y lo que escuchaba me parecía tonto y sin sentido. Así que decidí dejar de hablar y escucharla a ella. Y de esa conversación me quedé con la frase:

 

“Trato de accionar y hablar sobre cosas que construyan, que sumen…ya no quiero vivir con lo que no es, quiero valorar lo que está siendo”… O algo así, el caso es que me quedé con un loop de pensamiento: construir, no destruir. Todas mis relaciones estaban siendo vistas a través de ese lente y así estuve hasta el día siguiente que fui de nuevo a la casa azul.

 

Ahora, además de los tronidos, luces y dolores hubo palabras del sobador: palabras dichas a otras personas en la sala pero que me hacían sentido a mí. Hasta que llegó conmigo y mientras sus manos se movían a cierta distancia de mi cuerpo me dijo: “Y tú deja de ser tan cabrona…sí está bueno ser cabrona, es bueno que la mujer no se deje, pero no cierres tu corazón, habla más con el bato de arriba, pídele y háblale como quieras, encabronada, con malas palabras si quieres y donde sea”.

 

Me dio risa lo de cabrona y además me sonó conocido, pero cuando sentí mi corazón cerrado se hizo presente una antigua tristeza y conecté con la idea de construir-destruir… Ir con el sobador me movió literal y metafóricamente. Me dejó pensando, me dejó sintiendo… El hombro me sigue doliendo pero menos y se mueve más.

 

 Por Claudia Landavazo

Fotografías de Juan Casanova

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Sobre el autor

Claudia Landavazo vive en la Ciudad de México y es egresada de la carrera de Letras de la UNISON. Bailarina y coreógrafa de danza contemporánea, actriz de vez en cuando y se dedica desde hace algunos años a dar clases y al trabajo en comunidades y grupos vulnerables a través de la danza. Forma parte de CARPA Colectivo, donde desarrolla la metodología en Artes de Participación.

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10 comentarios

        1. Gracias por tu aclaración Marco, con mas ganas y viendo a que te dedicas entiendo que el titulo sale sobrando, lo que importa es el resultado, y el «Sobador» me funciona a mi y a muchos mas que diario se dan cita, eso al fin es lo que vale, saludos!!

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