Estrenamos columna y en qué forma 😀

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Para mí, la principal condición que detona un desplazamiento es la incomodidad, el no poder estar plenamente “ahí” donde quiera que sea eso: un territorio geográfico, un territorio social, cultural, ideológico, una relación de amistad, familiar, de pareja. Esta incomodidad me ha hecho migrar muchas veces en esos distintos territorios, escucharla implica necesariamente movimiento.

Recuerdo su presencia desde mi primera infancia,  pocas veces me sentía integrada a mi contexto. Esa distancia, lejos de preocuparme, me gustaba, me hacía sentir segura; para mí era importante tener y dejar claro que yo no pertenecía.

Ese no pertenecer me hizo buscar donde aparentemente no había, y encontré a muy temprana edad un refugio en la idea de que yo dejaría de vivir en Hermosillo y migraría en cuanto pudiera a la Ciudad de México. Ese mítico lugar de mi imaginario contenía todo lo que yo consideraba esencial para una vida ideal.

Tuve la fortuna de viajar al DF en varias ocasiones durante mi infancia. La primera fue a mis 3 años, en tren, con mi mamá, mis abuelos, tíos y primas: conocí el zoológico de Chapultepec, el centro de la Ciudad y sus castillos (yo veía puros castillos), y la abismal perspectiva desde el quinto piso del departamento de mi tía en Lomas de Sotelo.

Ya estando un poco más grande, a mis cinco años de edad, mis papás me llevaron a la Ciudad a ver mi primer obra de teatro musical, Anita la huerfanita, en el teatro Manolo Fábregas. Recuerdo que Ginny Hoffman y Usi Velasco, las actrices protagónicas, me apantallaron porque tenían mi misma edad, cantaban, bailaban y actuaban. Ellas ya eran artistas.

De regreso de esa experiencia, ante la falta de escuelas de ballet en Hermosillo y entre mi nostalgia por el cielo nublado, los castillos, Anita, el teatro y mi absoluta certeza de querer ser bailarina, mi único deseo era que mis papás me enviaran al internado de la Escuela de Danza Clásica del INBA (todavía no sé cómo me enteré de su existencia).

Por fortuna para mis papás, en ese tiempo se abrió la Casa de la Cultura en Hermosillo y por fin existía un lugar donde mi distancia ante la vida disminuyó radicalmente: tomaba clases de danza, teatro, música, pintura, había más niñas como yo y me quedé tranquila durante los 6 años de la primaria, con la promesa de que dejaríamos mi traslado al DF y mi ingreso al internado de Bellas Artes para la secundaria.

Termino la primaria, yo tenía 10 años y mis papás me convencen de que podría irme terminando la secundaria, que estaría más madura y que tendría más herramientas para mi carrera como bailarina.

Lo asumí como una preparación, pero mi alma ya no vivía en Hermosillo, mi alma vivía en el DF y cuando salía de mis clases de danza me metía a la biblioteca Alejandro Parodi a leer los números fresquecitos de la revista Tiempo Libre, que me permitía viajar a la vida cultural de la gran Ciudad, la cual yo sentía que era la que en realidad me correspondía:  cine alternativo, conciertos, teatro, danza, exposiciones…

Sin embargo, el tiempo de la secundaria llegó y yo seguía en Hermosillo, el internado del INBA dejó de existir y yo dejé de querer ser bailarina de ballet y me apasioné por la danza contemporánea. Pude viajar esporádicamente a tomar cursos y talleres a la capital ,todavía acompañada por mi mamá. A finales de los años ochenta mi objetivo estaba muy claro: terminando la prepa me iba a vivir al DF, a bailar con las compañías independientes, a tomar clases con los maestros de mis maestros, con o sin permiso de mis amados padres, convencida de que mi último compromiso con ellos era mi graduación.

Y así fue. Verano de 1991. A mis 16 años  viajé en camión a la Ciudad de México, invitada por los Antares (que eran mis maestros) a bailar con un grupo de estudiantes de la Escuela Normal del Estado.

El sueño chilango finalmente hecho realidad. Casi cuarenta horas de camino, feliz e ilusionada de empezar a vivir la vida que yo quería, arribaba a ese mundo bailando. Los primeros días envuelta en ese paraíso de ensayos y presentaciones. Después los Antares y todos mis amigos normalistas se regresaron a Hermosillo. Mi amiga y maestra Isabel Romero, que dejaba Antares con ese viaje y regresaba a su lugar de origen, me hospedó 15 días en casa de sus papás.

En esos 15 días aprendí a usar el Metro, a moverme de Coyoacán al Centro, a preguntar, a no saber muchas cosas y también a entender que nadie tenía la obligación de hacer nada por mí y  que cada cosa que pensara, decidiera y accionara en esa nueva e inabarcable dimensión, era mi absoluta responsabilidad.

El sueño fue muy bueno. Con mis 16 años y con una convicción y una inocencia que quisiera tener ahora acerca de cualquier cosa, viví experiencias fascinantes custodiada por un ejército de ángeles cuidando cada uno de mis pasos. Porque a pesar de que eran otros tiempos menos violentos, ciudad monstruo siempre ha implicado peligros y todavía me resulta sorprendente recordar que todo lo que viví en ese entonces fue bueno y armonioso; también he pensado que tal vez, más que los hechos, lo que era bueno y armonioso era el filtro a través del cual yo veía todo.

Encontré una habitación barata en la San Rafael, cerca del Metro y del Mercado de San Cosme. Tomé clases con los maestros de mis maestros: Isabel Hernández y Guillermo Maldonado; bailé con “las bestias”, los hermanos Rodolfo y Saúl Maya; compartí escenario con Isabel Romero, con Benito González; conocí al Chas y a Lemus QEPD (si tuviste que ver con la artisteada del DF en los noventa sabes quiénes son); trabajé y me divertí como loca con los que en ese entonces eran Teatro Mito, Luis Martín Solís y Maribel Carrasco.

Aprendí a rastrear todas las inauguraciones de exposiciones en museos y disfrutar de sus cocteles y bocadillos gratis, a dar con la mesa de cortesías en todas las funciones de danza y teatro, a pararme en los lugares clave para que los cadeneros de los antros más rockeros e industriales de la Zona Rosa me abrieran paso.

Aprendí a hacer grandes amigos y grandes amores al vuelo, y a amanecerme en zonas desconocidas esperando a que saliera el sol y abriera la estación de metro más cercana. Aprendí a llegar a mi casa siempre a salvo y con una gran sonrisa, a lograr que, a pesar de la distancia y el temor permanente en el que vivían, mis padres supieran que yo era la más feliz.

Después de poco más de un año, la incomodidad se empezó a hacer presente, casi imperceptiblemente se fue instalando en mi cuerpo. Como una de las consecuencias de la fascinación en la que vivía, la alimentación no había sido mi prioridad, y entre el atún, los canapés de las inauguraciones y los tacos de cualquier cosa empecé a sentirme mal. No podía despertar a tiempo para mis clases, me sentía cansada para salir, me molestaba pasar una tarde en mi casa pero me sentía mal en la calle.

Hasta que una noche, en un intento de pasármela bien en una fiesta, sentí un mareo terrible y me desvanecí. Cuando abrí los ojos estaba en la cama de un hospital, con suero conectado a mi vena  y una doctora regañándome por haber llegado a ese grado de anemia, increpándome por vivir sin mi familia y viendo con desprecio al joven greñudo que me acompañaba (mi novio).

Mientras me recuperaba tomé la decisión de regresar a Hermosillo por unos meses, a pensar junto con mis papás qué tendría que hacer para tener todo lo que la Ciudad me había dado pero con más estructura, con más cuidado.

Regresé a Hermosillo enriquecida de experiencia y expectativas a mis 17 años. Inicié mi carrera profesional como bailarina en Antares y entré a la Unison a estudiar Literatura.

Los meses en Hermosillo se volvieron 8 maravillosos e intensísimos años. El sueño chilango se pospuso hasta el 2000. Con el cambio de milenio regresé a vivir al DF. Han pasado 17 años y la vida acá ha tenido sus cosas muy buenas y también de las  otras. Pero ese segundo round con la Ciudad, como dicen, ya es otra historia.

Por Claudia Landavazo

Imágenes del álbum familiar Landavazo Rentería

Sobre el autor

Claudia Landavazo vive en la Ciudad de México y es egresada de la carrera de Letras de la UNISON. Bailarina y coreógrafa de danza contemporánea, actriz de vez en cuando y se dedica desde hace algunos años a dar clases y al trabajo en comunidades y grupos vulnerables a través de la danza. Forma parte de CARPA Colectivo, donde desarrolla la metodología en Artes de Participación.

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10 comentarios

  1. El sueño chilango de Claudia Landavazo siempre fue acompañado con las oraciones se su nana lola y la bendiciones de sus padres y buenos deseos de toda la fasmilia estamos orgullosos de ti mi linda sobrina. siempre en mis oraciones tu tía loly.

  2. Se me puso la piel chinita!! Me sentí totalmente identificada con las ganas de migrar y estar feliz en la ciudad monstruo!! Felicidades!!!
    Soy afortunadamente de haber tomado clases contigo 😀

  3. Me identifiqué mucho con tu texto, efectivamente, la Ciudad de México se vive intensamente, pero en los noventas era un México muy distinto al de hoy, sin embargo la CDMX de estos tiempos también tiene sus historias…..

  4. Claudia! Me encantó!! Hoy vine a buscar el segundo round a la página y decidí compartirte mi sensación sobre el primero!
    Hermosamente narrado… y cómo empezás hablando de migrar de territorios, me ayudó a pensar en mis migraciones! <3
    Abrazón!

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