Como de costumbre caminaba al azar por San Blas -ese pueblo sinaloense del que es originaria mi mujer- buscando algo, buscando nada. Acosado por una nube de recuerdos no había más posibilidades en esa tarde ceniza de cielo adornado por unas cuantas nubes desparramadas a las que el suelo deshidratado les pedía agua. En ese contexto me encontré una imagen profundamente pintoresca, idónea para remover mi nostalgia que nada más espera un pretexto para excitarse. Me fui acercando a esa estampa: un cuadro en 3D, tan grato a la vista como al olfato ya que me atraía con todas sus fuerzas el olor de un caballo sudado, que después del olor a tierra mojada y el olor del esmalte para pintar las uñas es uno de mis olores preferidos.

 

Estando yo a la vista de unos ferrocarrileros que intercambiaban bromas pesadas al otro lado de la calle, donde vende dogos El Frijol, me acerqué al caballo y puse mi mano en su crin queriendo quitar unos tobosos que estaban enredados. Luego acompañé la acción con una pregunta: “¿Cómo te llamas, caballito?”. Por un momento quise retirarme pero no pude porque me sentí paralizado cuando el caballo me respondió con una voz muy gruesa pero a muy bajo volumen: “Me dicen El Roñas”. Después como por conveniencia para controlarme quise creer que lo que estaba pasando era producto de mi calenturienta imaginación y decidí seguirle el juego a la situación. En fin que nada perdía, como no fuera que me recogieran los ministeriales.

 

— ¿De dónde eres? Le pregunté.

— De Macoyahui, a un lado de Sufragio.

—¿Y tú de dónde vienes? ¿Eres del ferrocarril? Me preguntó

—Soy de Sonora. De un ejido que se llama San Pedro el Saucito, pegado a Hermosillo.

— ¿Por qué te acercaste a mí? Me preguntó el caballo muy intrigado.

—Lo que pasa es que nunca había visto a un caballo ensillado y a la vez pegado a una carreta. Me parece ingenioso pero también me parece un abuso ¿Por qué hacen eso aquí?

—Sucede que hay veces en las que se acaba el camino, la carreta no puede seguir y mi dueño me despega, se monta y seguimos por la vereda a buscar los chivos o a cortar lata.

—¿Qué es la lata? Le pregunte pensando en las sardinas, los atunes y los chiles jalapeños. Me explicó que son los varejones que da un cierto árbol y sirven para los cercos y se utilizan en los cultivos para sostener las plantas. Antes se usaba en las casas cuando los techos eran de tierra.

 

Aquello tomó el curso de una entrevista, cosa que en mi caso a veces se pasa de la raya acercándose a la obsesión. Y le seguí preguntando.

 

— ¿Cuál es el trabajo que más te gusta?—

—Me gusta que el señor salga con la familia los domingos porque los plebes están contentos en la carreta chacoteando. Parece que están en una alberca. No importa que esté pesada la carreta y eso haga que me duela la espalda, perdón, el lomo— me dijo apenado— No te preocupes, le dije.

— ¿Desde cuándo vienes a San Blas? Me preguntó.

—Desde 1990, cuando comencé a noviar por aquí.

—Se nota que te amarraron, son muy aventadas las mujeres de Sinaloa, Ya te puede constar.

—Oye, tú que eres de Sonora: ¿Conoces a Chico Moroyoqui?

—No, ¿Quién es ese?

—Pues es el del corrido Los Amarradores, de acá del lado de Navojoa. Un compadre de mi dueño dice que lo conoció una vez que fue a comprar bestias a Álamos. Dice que era un indión grandote y que no era tan desgraciado como dice el corrido.

—No, fíjate que no lo conozco. Lo que pasa es que yo soy del centro del estado. Pero sí conocí al Cano Johnson, que le compusieron un corrido o pagó por que le compusieran un corrido. Pues cómo no si era primo del gobernador Luis Encinas Johnson. Según dice el corrido que en la Misa y San Marcial también hay amarradores. Lo conocí porque era dueño de un viñedo en Pesqueira donde trabajé, ósea que fue mi patrón. ¿Cómo la vez?

—Pues nada, los corridos de los ricos no tienen mérito.

 

Y abandonó el tema de abigeatos a los cuales se les conocía con el eufemismo de amarradores. Y me siguió preguntando.

 

—¿Oyes, es cierto que hubo una carrera de revancha entre el moro de Cumpas y el Zaino de Agua Prieta y que ganó el moro en esa revancha?

—Pues mira caballito, te diré que en eso de las carreras de caballo no estoy muy informado. Pero me imagino que esa versión la sacaron los de Cumpas.

 

No comentó nada y mientras se espantaba unas moscas con la cola me siguió preguntando.

 

— ¿Conoces bien el pueblo?

—Creo que sí ¿Por qué me lo preguntas?

—Debes tener cuidado, he visto muchas cosas en San Blas.

—¿Como qué?

—Me ha tocado ver el abuso de los ministeriales queriendo extorsionar…. y lo logran, hasta eso. Solo yo sé que en San Blas hay agentes encubiertos rastreando no sé qué, se hacen pasar por migrantes, por repartidores de las soda o del pan.

—¿Agentes de quién?

—Mejor ahí la dejamos, no te conozco bien. Por la plaga de trampitas que nunca se acaba no te preocupes, no hacen nada. Pero he visto desde asaltos en los callejones, por gente quien sabe de dónde—

—Qué bueno que me lo dices ¿Y qué más?

—También me tocó ver el robo del banco a punta de pistola por la gavilla del Ceja Güera. El Ceja Güera era un bandido del rumbo de Los Ojitos, allá se escondía. Surgió más o menos cuando desapareció la policía rural: los rurales que andaban ensombrerados, con un fusil y uniforme azul claro. El Ceja también secuestró al rico del pueblo. Lo mataron en una cárcel de Guadalajara, después de que se fugó en Guasave y en Culiacán. Pobrecito.

—¿Y el rico del pueblo qué? ¿No te compadeces de él?

—También, pobrecito, es muy cochino

—¿Y qué tiene que sea cochino?

—Pues es de compadecerse de la gente cochina aunque tenga mucho dinero, ¿qué no?

—Pues sí, tienes razón

—Yo no me baño porque mi sudor huele. El de ustedes apesta y feo, sobre todo cuando se ha ranciado. Para muestra está mi dueño.

 

La plática se encendía como el pavimento que parecía un comal hirviendo. Yo siempre dándoles la espalda a los taxistas que estaban a la sombra del yucateco sentados en el cofre del carro. En eso pasó una señora que a juzgar por su bolsa para el mandado que colgaba del brazo y por su velo negro seguramente se dirigía a la iglesia y luego al mercado. La miré de reojo después de hablar con El Roñas. Se santiguó y dijo espantada: “Ave maría purísima, el señor sacramentado”. Al tiempo que sacaba un celular del monedero para reportar inmediatamente (quien sabe a quién) a un poseído en la calle principal de San Blas.

 

—Si tuvieras la libertad de hablar cuál sería tu deseo? Le pregunté.

—Pues naturalmente que me gustaría platicar. Me gusta mucho platicar, como puedes ver.

— ¿Con quién te gustaría platicar?

—Me gustaría platicar con esa viejita que se sienta a vender periódicos por la calle principal. Me encantaría platicar con Pedrito el de las tortillas. Me hubiera gustado platicar con Ricardo, que dicen que murió encaramado pero se veía muy filósofo, muy intelectual. Pero sobre todo me hubiera gustado platicar con don Eulalio Félix, era un hombre muy querido en San Blas. Claro que sí pues tenía uno de los oficios más nobles que puede haber, el de panadero.

—Parece que menosprecias a la gente distinguida de San Blas y sólo te atraen las personas sencillas. Le dije con un cierto tono de reproche.

—No, fíjate que no. También quisiera conversar con Miranda Canavett y ni se diga con Escobell, tengo cien preguntas para ellos. Si pudiera les haría una entrevista a las glorias del beisbol de San Blas, al trovador Pancho Robles. Los músicos son harina de otro costal, yo los admiro mucho. Con los que han migrado de San Blas quisiera platicar de todo corazón: debería de haber una fiesta de reencuentro, he sabido que en muchos pueblos de Sonora acostumbran eso. Es más, hasta con los políticos quisiera platicar. Pero no de las leperadas que hacen, algo bueno han de hacer por ahí.

 

Enseguida se abrió la puerta abatible del San Marcos y apareció en la banqueta el que era con toda seguridad el dueño del caballo. Tenía la mirada ausente, la voz atravesada y al rascarse los genitales me preguntó:

 

—¿Qué quieres con mi caballo, compa?

—No nada, nada oiga. Le contesté ligeramente asustado

 

Era un amigo panzón, enguarachado, su sombrero parecía un taco dorado, la camisa desfajada y medio abierta, más que moreno, el hombre estaba tostado por el solecito bullanguero del Pacifico. Cuando regresaba el borrachales a su vicio que lo esperaba en el tugurio, se le atravesó otro en la puerta haciéndole una pregunta

 

— ¿Quién es ese?

— Quien sabe, ha de ser un puñal.

—¿Un qué?

—Un marica pues

 

No escuché más por los gritos en la cantina y el ruido de uno de los camiones verdes de Los Mochis–San Blas que pasaba en ese momento. Cuando se metieron los tipos me lamenté de que un bonito caballo pintado de rojo carmesí y más noble que el buen pan (aunque muy claridoso) tuviera un dueño tan grotesco.

 

Al regresar la calma a la banqueta aparecieron caminando muy silenciosos, como si no tocaran el suelo, dos inditos. Con guitarra uno y con violín el otro. Evidentemente eran indios mayos. Es el norte de Sinaloa, no hay más indios que ellos y que nunca se acaben. Son indispensables en la imagen de la región. Cuando vieron que yo hablaba con el caballo lo tomaron con toda naturalidad, me saludaron indiferentes y entraron al bar. Eso de hablar con los animales es algo que ellos lo hacen de manera corriente, lo que no supieron es que lo mío era un diálogo con El Roñas.

 

Al entrar el dueto a la cantina parecía que los estaban esperando, no les dieron tiempo ni de afinar. Pronto se escucharon las notas del violín y la guitarra y dos vocecitas adoloridas, muy lejanas pero penetrantes, cantaban con fervor el corrido del Ceja Güera. Me despedí del Roñas con la promesa de que regresaría a buscarlo en diciembre. Lo hice pero no lo encontré. Ahí se los encargo.

 

Texto y fotografía por Abraham Mendoza Córdova

Sobre el autor

Abraham Mendoza vio la primera luz en San Pedro El Saucito el 2 de abril de 1960. Es geólogo de profesión y narrador nato que escribe como Dios le da a entender. Tiene por hobby caminar por todas partes excepto en andadores y le gusta que le lleven serenata aunque no sea su cumpleaños.

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