El hombre paloma agitaba su cabeza y aleteaba los brazos.

―¡Miren mis alas, soy un ave!

Nadie supo y nadie sabe de dónde vino aquel palomo, sólo que un día apareció intentando volar, dando saltos aquí y allá, cantando y picoteando entre la hierba de la plaza, tapizada de azaleas y orquídeas como una corona de flores.

Sin nombre ni oficio, su nido de ramas descansaba debajo de un sauce a un lado de un lago cristalino. Compartía su comida con sus amigos emplumados. Tal era su seguridad de ser un ave, que las mismas palomas, gorriones y tórtolas lo reconocían como tal. Era feliz, pero cómo sufría su alma cuando el invierno arribaba y sus fieles compañeras volaban hacia el sur.

Pasaba los días colgando bolsas y periódicos en sus brazos, creía que necesitaba plumas si quería emigrar en el invierno. Desdichado, decía que cuando su mamá lo aventó del nido todavía no sabía volar.

Los niños de Santa Rita lo molestaban gritando:

―¡Tú no vuelas porque eres ave de corral!

―¡Gallina! ¡Gallina! ―finalizaban quiquiriquiando.

No le hubieran dicho aquello a esa paloma tan tierna.

―¡Ya verán cuando tenga todas mis plumas!

Su plumaje creció abundante, colorido en texturas plásticas y monocromáticas en las grandes hojas revestidas de noticias, pero algo le faltaba al hombre paloma, y eran plumas fuertes y frondosas que aguantaran las ventiscas más brutales de los cielos y las lluvias implacables de las tormentas.

Cajas tan grandes sólo las tenían en la dulcería de Don Paco, en su pequeña bodega. Y aunque lo suyo no era hablar con humanos, una tarde aterrizó de un salto frente al propietario.

―¡Cajas, Don Paco! ¡Cajas, deme unas que estén grandes para poder volar!

―¡Lárgate, loco, antes de que te encierre en una jaula!

La gente que pasaba se soltaba riendo y, de vergüenza, el hombre paloma se tapaba la cara con sus alas marchitas.

Este intercambio de palabras se repitió por semanas, a tal punto que el hijo de Don Paco, Jacinto de 11 años, tenía que ir después de clases para vigilar los alrededores. Cuando veía al indeseable acercarse, le avisaba a Don Paco y éste salía bramando con una escoba a espantarlo.

―¡Vete, cerebro de pollo, que me espantas a los clientes!

Tan insistente como era, repetía: ―¡Soy paloma, soy paloma! ¡Tengo un nido!

―¡Pues será el que cargas en la cabezota!

―¡También tengo un pico!

―¡Al menos que hables de tu narizota! ―Rimaba Jacinto infantilmente, haciendo muecas burlescas.

Al final fue la esposa de Don Paco quien encontró la solución:

―Si él realmente se cree una paloma, ¿a qué le temen las aves, querido? ―preguntó María con astucia.

El hombre se quedó callado sin deducir nada. Lento de pensamiento, terminó por desesperarla.

―A los gatos.―concluyó la mujer mientras el felino pardo que tenían de mascota ronroneaba estirándose en su cama de mimbre.

Así que un buen día le dieron el puesto de centinela a Chasquido, su gato barrigón. Tirado en su cama de mimbre justo a la entrada del local, maullaba y gruñía cuando cualquiera pasaba, como si desconfiara de sus intenciones.

El hombre paloma no se acercaba a más de ocho metros, por miedo a que el huraño felino le arrancara las pocas plumas que le quedaban… y se lo comiera.

Uno pensaría que con este impedimento terminaría por rendirse, pero entonces como último recurso, una mañana en que Jacinto salía de la escuela se tiró al suelo frente al niño suplicando:

―Sólo unas cajas son las que quiero. ¿Tan malo es eso?

―No me dejan hablar contigo―contestó el niño pasándole de largo.

―¡Por favor… Y no volveré a molestarte ni a ti, ni a tu familia!

Ante esta propuesta el niño se detuvo. ―Te llevaré dos cajas enormes a tu nido esta tarde, a ver si así dejas de molestar a mis papás.

Jacinto cumplió su parte, de inmediato cambió su marcha hacia la dulcería. Una vez adentro y temiendo que su padre se diera cuenta de la treta, se ofreció espontáneamente a limpiar la bodega. Ya eran las cinco cuando terminó de aplastar todas las cajas. Entonces tomó las más grandes y, sin que nadie se diera cuenta, caminó hasta el lago.

El hombre paloma sonrió cuando el niño le aventó las tan anheladas plumas que le faltaban. Tan feliz como no había estado en años, se acomodaba el cartón colgando en sus brazos.

Jacinto bufó sin comprender su fascinación y se marchó directo a casa.

Dieron las ocho en punto en el reloj de la plaza. Cuando el hombre paloma se asomó por la azotea de la iglesia, un hermoso cielo nocturno lo saludó. La gente en el suelo se aglomeró observándolo.

―¡Vean cómo vuelo! ―anunció eufórico unos segundos antes de lanzarse por los aires…

Qué vuelo tan desafortunado fue su intento. El viento le arranco el plumaje de un zarpazo; bolsas y periódicos llovieron en su descenso.

Un golpe sordo marcó su impacto contra el suelo y, aunque su cuerpo se rompió como un copo de cristal, su alma ardiente emergió estremeciendo el cielo en un haz de luz, como si una estrella hubiera explotado en los confines del universo, enviando oleadas de colores brillantes sobre la cúpula celeste.

Un par de alas se irguieron en cada extremo, fuertes y vibrantes. El palomo renació aleteando de felicidad. Su alma cálida era de una hermosura sobrenatural.

Haciendo piruetas bajo el sol, entre el viento y las nubes, iba el palomo juguetón, cuando miró a lo lejos una parvada  acariciando el cielo. Iban las aves en su glorioso ascenso, alineadas unas tras otras en perfecta sincronía.

Su espíritu se unió al de sus compañeras, emigrando hacia una nueva vida colmada de paz. Una sensación de júbilo lo desbordó al ver su sueño hecho realidad.

Por Tania Yareli Rocha Hernández

Dibujo al carboncillo por Fernando Peñuelas

Sobre el autor

Nacida en Heroica Caborca, Sonora, el 25 de octubre de 1992, tiene cuentos publicados en portales literarios (como este, dice el editor), es escritora aficionada y ha acudido a talleres de escritura creativa.

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1 comentario

  1. No le quitaron la semilla, me gusta un chingo esta web, ojala tuviera dinero para aportarles y que siga creciendo esta madre, animo mi gente, arriba Chilpancingo

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