El 20 de mayo de 2017 el Gran Circo Ringling Brothers & Barnum and Bailey desmontó sus carpas para siempre. Después de 146 años puso fin a su reinado como “el espectáculo más grande del mundo”. No más elefantes, leones, payasos, trapecistas, tigres o caballos.

Sin embargo, el verdadero legado de Phileas Taylor Barnum es la creación del espectáculo, tal y como lo conocemos, o lo padecemos.

Barnum colocó al entretenimiento como el centro de su universo. Todo tiene el mismo valor: cantantes de ópera, fenómenos, payasos, bestias amaestradas y prestidigitadores. Lo más importante es provocar la admiración, el solaz y el esparcimiento.

El Gran Showman (Michael Gracey, 2017) es así una pieza cinematográfica montada sobre números musicales emocionantes y memorables. Como adaptación libre de la vida de P.T. Barnum, atrapa la atención del público a pesar de los clichés y errores en su argumento.

Más emparentada con Moulin Rouge (Baz Lurhmann, 2001) que con sus antecesoras circenses, The greatest show on earth (Cecil B. de Mille, 1952) entre otras, ésta película presenta el aspecto fundamental en la vida de Barnum: su devoción al espectáculo y al entretenimiento.

En el principio era Barnum (Hugh Jackman, carismático, cantante y excelente bailarín) y su determinación por trascender. Su primer intento es el Museo Americano Barnum donde, entre lo sublime y lo grotesco, se incluye al enano Tom Thumb (Sam Humprey), la mujer barbuda (Keala Settle), los siameses Chang y Eng (Yusaku Komori y Danial Son), el niño lobo (Luciano Acuña, Jr) y O’Clancy, el hombre fuerte (Radu Spinghel).

Semejante elenco tiene en El Gran Showman una labor presencial que no va más allá de los intensos números musicales. En estos tiempos de corrección política su aparición es útil para presentar un lado humano e incluyente de Barnum, aunque todos sabemos que el ego y el dinero son los verdaderos motivos del lobo. Y de todas las ovejas.

Así, se antoja un desperdicio considerar a los freaks como material de ornato. La oportunidad de presentar ensayos, diálogos y escenas un poco más personales de estos seres le habría dado a El Gran Showman una dimensión humana que, evidentemente, no interesa para la función.

Sólo las melodías “This is me”, “Come Alive” y “A million dreams” describen las emociones de tan particulares personajes, pero jamás va más allá. Un gran triunfo artístico, sin duda, de los autores de las canciones, Justin Paul y Benj Pasek, la misma dupla de La La Land (Damien Chazelle, 2016).

Por otra parte, la exploración de la vida personal de P.T. Barnum es la pata floja de la cinta al confeccionar la historia a partir de lugares comunes.

La abnegación y paciencia de Charity Barnum (Michelle Williams), el desprecio de Mr. Whintrop, el suegro (Damian Young), que son impulso y obstáculo para lograr la anhelada aceptación social quedan al margen de un melodrama. Y de los malos.

¿Cuántas veces hemos escuchado en radio, cine y televisión el reclamo: “It’s not your class. Respect your place.”? ¿Y cuántas veces hemos recibido, de parte del agredido, la misma respuesta: “If this is my place, I don’t wanna belong here”?

Quitemos canciones, coreografías, vestuario y edición a El Gran Showman y no nos queda nada. Exacto. Así es el show bussiness.

Mario Vargas Llosa lo escribió en La civilización del espectáculo: un mundo donde el entretenimiento y la diversión sea la pasión universal tiene consecuencias inesperadas. La banalización de la cultura, la generalización de la frivolidad y, en el caso de la información, la chismografía y el escándalo.

En ese sentido P.T. Barnum fue un profeta.

Hoy vivimos una era en donde todo aquello que recibimos debe ser entretenido, de lo contrario, no tendrá valor alguno.

La escena señera en El Gran Showman sucede en el humilde hogar de Tom Thumb, cuando recibe la visita del diablo guardián, P.T. Barnum: “I’m putting together a show. I need a star”. El liliputiense responde: “You want people to laugh at me”. Y Barnum dice: “Well, they’re laughing anyway, kid, so you might as well get paid”.

En sus últimos días de vida, Juan Luis Laguna Rosales, mejor conocido como “El Pirata de Culiacán”, cobraba – según reportes de prensa – $15 mil pesos por presentación. Y esta consistía en asistir a la fiesta para embriagarse hasta perder la conciencia.

Barnum le habría conseguido, quizás, un mejor contrato.

Por Horacio Vidal

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Sobre el autor

Horacio Vidal (Hermosillo, 1964 ) es publicista y crítico de cine. Actualmente participa en Z93 FM, en la emisión Café 93 con una reseña cinematográfica semanal, así como en Stereo100.3 FM, con crítica de cine y recomendación de lectura. En esa misma estación, todos los sábados de 11:00 A.M. a 1:00 P.M., produce y conduce Cinema 100, el único -dicen- programa en la radio comercial en México especializado en la música de cine. Aparece también en ¡Qué gusto!, de Televisa Sonora.

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