Vamos cerrando el año de manera magistral

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Brasilia, Brasil.-

A donde quiera que fuese ella también estaba ahí. En el super, en la gasolinera, en el peluquero, en la parada del camión, en cualquier esquina. Ella estaba siempre presente para mí, y yo también para ella. Mi aventura en México empezó hace años porque quería estudiarla científicamente. No, no vengo de una familia religiosa. En mis tierras, los auténticos nacionales, en ausencia de una palabra más precisa, son ecuménicos y no frecuentan esas iglesias “Pare de sufrir”. En un país mestizo como el mío, conformado por personas de diversos orígenes, no hay cómo separar la creencia de uno o de otro abuelo. Todos somos uno y eso es lo bonito. Lupita me llamaba atención justo por representar esa misma diversidad de credos que encontraba en mi propio país. Y en aquella época, así como se abre un sapo en el laboratorio, yo quería entenderla dentro de los racionales moldes académicos, pero mi director de tesis pronto me advirtió: “Es un tema muy clásico”, para no decir “es muy repetitivo, mihijita”.

A pesar de que no fue posible estudiar abiertamente el tema Lupita en la academia, ella ahí estaba. Gracias a ella me fui a México. ¿Por qué razón? Ella nunca me lo dijo. Un día me desperté y me di cuenta de que estaba en pleno Tenochtitlán, en un salón sin ventanas, lleno de gente hablando en español, con caras muy serias y posturas solemnes. La verdad es que en los espacios que tuve que frecuentar en México, la gente siempre tenía nombres, apellidos y epítetos. Algunas de esas personas se exaltaban diciendo que Lupita no existía, que era una invención del pueblo chueco y manso de este país. Pero como diría Paul Valery “¿qué sería de nosotros sin el auxilio de las cosas que no existen?”. A mí poco me importaba si Lupita era una invención artística, social o política. Siendo ella arte en estado puro (el arte tampoco existe), vivir en México era como pasear en una tela de naturaleza viva. Y para mí, ella sí existía.

Al mismo tiempo pensaba ¿hay algo más inventado que la división de clases en base a títulos honoríficos? Licenciado, maestro, doctor, ingeniero, abogado. Pronto me di cuenta de que eran palabras que creaban las diferencias y etiquetaban las personas en grandes y pequeñas, estableciéndose así fronteras muy grandes entre los individuos. Puedo decir que, en México, todo mi ser también fue reducido a una única categoría y me forzaron a rezar un rezo en el que yo no creía. Si yo que frecuentaba ciertos espacios considerados “democráticos” me sentí asfixiada dentro de una jerarquía, me imagino cómo se sentían los más humildes, gente que difícilmente podría añadir títulos que valían más que el propio nombre o acceder a puestos similares a castas, en un país de tantos analfabetos y de tan poca movilidad social. Pero si Dios estaba tan lejos, en las más altas jerarquías celestiales, Lupita estaba cerca de los sin nombre y de los etiquetados como “los de abajo”.

Un día invité a un grupo de amigos cercanos a visitar la basílica de Lupita en el día de su cumpleaños, tan cerca del mío, para celebrarnos en una única fiesta. Para mi sorpresa escuché un: “¡No vayas con el pueblo!”. ¡Oh! No se diga más. Y así comencé a frecuentar solita algunos 12 de diciembre la casa de Lupita. No me refiero a la casa creada por el apóstol Pedro cuando de la resurrección de Jesús y trasplantada de algún modo al cerro del Tepeyac. Hablo en verdad del gran templo semi-pagano a cielo abierto en la explanada de la iglesia principal, un lugar similar a un útero divino, donde en aquella fecha, todos los años, repetidamente, se da inicio al big bang, a la explosión inicial que empezó la vida. Estar allá es renacer, así como lo hace el niño-Dios en todo diciembre desde el año cero.

Humos, olor a copal, plumas, grupos de concheros, bandas tradicionales, turistas extranjeros, familias completas, familias incompletas, solitarios de todos los tipos, fieles, infieles, procesiones, penitentes, pecadores, niños ángeles, marginados, cielo y tierra, sagrado y profano se mezclan y se hunden en un caldero de posibilidades infinitas. Allí encontré al pueblo puro, el pueblo en su color más límpido, el rostro mexicano original. Rostros que no encuentran en las telenovelas de Televisa. En aquel lugar, año a año, un monumento vivo se compone a cada 12 de diciembre. Allá, cada uno es una roca de fe más sólida que las piedras de Teotihuacán.

¿Y qué ofertar a la adolescente embarazada del bebé divino que no sea lo mejor de sí mismo?  La gente hace como puede. Muchos la llevan en las espaldas y recorren la distancia real o imaginada de una vida vivida de rodillas. Otros van a ella con su mejor ropa, ensayan sus mejores canciones, cantan y bailan, viceversa y versavice. Grupos de campesinos enseñan a la morenita sus coreografías más felices, quizá celebrando un año de buena cosecha, y se permiten un día de felicidad en la vida. Otros grupos evocan con traqueteos y conchas a los ancestros divinos de la virgen mestiza, así como a su alter ego, la Tonantzin, y de modo devocional rompen la barrera borrosa de los credos.  Ahí no importa en lo que creemos, lo importante es creer. Y hay que creer con fuerza.

Pues en aquel vientre imaginado somos todos hermanos, hijos e hijas de la madre mixta que como toda buena mamá nos quiere tal como somos. Come as you are, tal como cantaba Nirvana en los 90. Si en los espacios que frecuentaba había una exigencia implícita a ser infalible para ser reconocido como “alguien”, yo con mi Lupita, podría volver a ser un mero polvo de las estrellas. Con ella yo podría cantar mal el karaoke, podría confundir lechuga con lechuza (“hay una lechuza en el refri”), usar el mismo pantalón roto en la rodilla y reír de mis defectos. Ser humano falible, vulnerable, pura y simplemente. Es que, para Lupita, todos somos alguien, aunque no seamos nadie en el mundo de afuera, como diría la gran poeta y roquera Patty Smith. 

Y todas las veces en que mi alma ansiaba por desvestirse de las etiquetas que me imponían, siempre volvía a la casa de Lupita, lugar que me hacía recordar quién era y qué vine a hacer en el mundo. Tomaba el camión de dos pisos en el centro y mirando la Ciudad de México desde arriba, yo recorría la Calzada de los Misterios, ruta que lleva a su santuario, pensando en los enigmas de la vida. ¿Cuánto tiempo se lleva para encontrar a Lupita?, pensaba. ¿30 minutos, 1 día, 2 años o toda una existencia? El tiempo de jornada es variable, pero pronto descubrí que el regazo de Lupita es amplio, calientito y lleno de espacio para los que la buscan sea cuando sea. Así como su corazón es un lugar lleno de amor y de una paciencia santa para los que son eternamente niños o que pecan los mismos pecados de modo seguido. Ella también acoge a los desamparados de toda suerte o los que no tienen patria o nombre o nadie a quien recurrir sino a los brazos de la mamá divina.

En muchos 12 de diciembre regresé a aquel caos sagrado, viendo en vivo la representación más cercana de la explosión del átomo primordial que dio origen a todos los vivientes, siendo yo una célula más a ser nutrida en aquella placenta celestial. A complete unknown. Just like a Rolling Stone. Bob Dylan ha entendido todo. ¡Cuánta belleza y libertad en ser nadie! Yo que llegué a México intentando ser alguien, regresé a mi país en armonía con mi completo anonimato. Aprendí también que por medios racionales y científicos sería imposible comprender a Lupita y me quedé contenta de no haber perdido tiempo estudiando su “fenómeno” en la academia. Sería como encarcelar a un colibrí. El entendimiento está en el vuelo, en el movimiento y no en el estado estático de la cosa.

Yo y muchos otros en este 12 de diciembre, por motivos de virus, vida y muerte, no estaremos a las afueras de la Basílica, caminando entre las cabañitas de colores en donde descansan los peregrinos, comiendo las perfumadas gorditas del mercado oficial o sentados en las escaleras mirando extasiados a los incontables bailes simultáneos que ocurren en el santuario. Pero pienso, que, de algún modo raro y misterioso, se estarán celebrando con fiestas, risas y danzas la victoria del bien sobre el mal y estarán contando y recontando el milagro de un cierto indígena que encontró a una mujer vestida de sol en algún camino de su vida. 

Bendíganos a todos, querida Lupita, ahora y siempre. ¡Amén!

Texto y fotografía por Carolina da Cunha Rocha

Sobre el autor

Fotógrafa amateur, flâneuse profesional.

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2 comentarios

  1. Que lindo, Carol! Texto transcendente, vai além de qualquer religião, e fundamental nesse tempo louco que vivemos.Beijo grande para vc!

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