Un texto bello y terrible a la vez, el estreno de José Antonio Maya en esta casa editorial.

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Cerrar los ojos en tiempos de muertes y desapariciones, es como celebrar en silencio el triunfo de la impunidad y la abyección humana. Cerrar los ojos ante el dolor de los demás, es como esperar desahuciados la muerte y desaparecer en pausas bajo el cobijo discreto de una privacidad engañosa. Podemos despertar del extrañamiento de un mundo que nos rebasa, sujetarnos a la vida cotidiana y terminar el día susurrando absurdos televisivos, pero no podemos clausurar la mirada a la irrupción desmedida del sufrimiento de los otros, a la fragmentación literal de vidas humanas y al encubrimiento atroz de un Estado solidario con el poder de la barbarie.

 

El Estado mexicano no está rebasado como algunos afirman, tampoco está ausente como otros procuran demostrar; no es un animal herido que pretenda restituir su piel desagarrada con el hurto de un bocado maloliente. El Estado mexicano es un fauno mediático de mil cabezas que se balancea animoso calculando su cinismo e impostura, se trata de un cómplice férreo y hábil negociador con los señoríos que desgobiernan el país (el narcotráfico, las televisoras, los empresarios, entre otros). Pretende disimular irrisorio sus romances políticos y amoríos económicos adulando de fuerza para combatir el mal, empuñando las armas como símbolo de entereza y desafiante frente a una multitud de crédulos que lo miran naufragar. Porque todos sabemos que el Estado mexicano actúa en los bandos a su conveniencia, siempre bajo el amparo de la legalidad acomodada y el anonimato insalvable de unas instituciones alimentadas por la corrupción y la voluntad de fingir.

 

Hay esfuerzos aislados, lo reconocemos, pero nada es suficiente frente a la tragedia humanitaria que se desploma sobre la convaleciente carta magna. Cada día se contabilizan las cabezas arrojadas, los cuerpos desmembrados, los rostros calcinados y borrados hasta el último reducto de su identidad. Hay un nombre detrás de los cuerpos pertrechos, existe una historia desmadejada por cada desaparecido. Con los miles de muertos carcomidos por la indiferencia, desaparecen lentamente los latidos de una sociedad por demás asediada con la desmemoria; con los miles de desaparecidos enlutados y con la esperanza en vilo para que aparezcan, afloran día con día los epitafios de un memorial de la vergüenza.

 

En un escenario de estadísticas lúgubres y números sin fondo que de a poco palidecen nuestra capacidad de asombro, cerrar los ojos no es una opción humanitaria, de lo contrario, sólo nos quedaría contemplar la consolidación de la maquinaria siniestra por medio de la cual los señores de la muerte perpetuarían el horror y la ignominia. Es verdad que hubo un tiempo en que la muerte dignificaba a los hombres en la tierra, cimentaba héroes de mármol postrados en el espíritu de los pueblos y sobre todo, restauraba pasados gloriosos en tiempos de crisis y miseria. Hoy en día no se puede jugar con la memoria de los difuntos.

 

Desengañados y aturdidos por la vorágine de la violencia, los muertos se acumulan incesantes bajo nuestros pies, restos mortales que se tienden a montones sobre la escarpada maleza nos revelan que el silencio social puede sepultarlos de una sola tajada. Las desapariciones incalculables de personas que salieron para hablar por teléfono, jovencitas llevadas por la fuerza para saciar las fantasías de dominio de innombrables malandros, familias enteras levantas sólo por vivir en el infierno, tantas y tantas vidas reclamadas hasta el cielo anegado de las fronteras, nos muestran el rostro vil de un país en migajas, un país atragantado con su propia sangre y desesperanza.

 

Tenemos miedo, pero seguimos cantando; tenemos miedo, pero seguimos escribiendo; tenemos miedo, pero seguimos denunciando; tenemos miedo, pero seguimos conquistando el derecho a vivir en libertad. Y sin embargo, cada instante transcurre en los bordes de una tensa calma, pérfida y llevadera, ruidosa y sepulcral, sobre la cual experimentamos indolentes la irrupción del terror como instrumento de sometimiento, despertamos como suspendidas marionetas acorazadas entre la naturalización de la violencia y la hiperrealidad de los miles de ciudadanos enterrados con machete. Parece tan normal mirar cuerpos desollados como escuchar el graznido apacible de un ave chocarrera. Entre el dolor indignante y la fascinación oculta, hay una distancia pasajera que busca una toma de decisión para una sociedad impaciente de que ocurra el milagro. Vivimos cercados entre la mediatización del olvido como estrategia para construir ciudadanía, la trivialización recurrente de las masacres y la criminalización caprichosa de la protesta social, cada uno de nosotros tan inmersos en un complejo proceso de desensibilización que involucran ficciones atroces, realidades desbordantes, usurpaciones indignas y despojos inhumanos que hacen del vitoreado contrato social, un objeto residual y perecedero.

 

Son jóvenes los asesinos, son jóvenes los asesinados, son jóvenes los desaparecidos, son jóvenes los levantados, son jóvenes los criminalizados, son jóvenes los que están pagando con sus vidas el precio de una guerra contra el narcotráfico que nunca reivindicamos como nuestra y que, sin embargo, se nos impuso en la mente coagulada en imágenes sudoríficas, muy en nombre de la seguridad nacional. Como en nombre de las juventudes se concebían futuros sin destino tejidos en el corolario político de antaño; ahora son los jóvenes el objeto de la venganza irracional perpetrada por una comunidad de pistoleros que diariamente fabrican enemigos a modo. Comunidades imaginadas para erradicar, comunidades imaginadas para destruir. Esa es la historia contemporánea de nuestros Méxicos. Avizoramos con prudencia anodina el aumento inenarrable de un cementerio clandestino que en nada se parece a nuestro conjeturado hogar; porque este México, el México de los cínicos poderosos, de los bandoleros valentonados, de las economías emergentes, de los feudos enquistados, en fin, el México de la perversidad política, se ha convertido en un territorio marcescible sobre el que reposan miles de esqueletos dispersos, brazos mutilados y piernas inmoladas con malicia. Ante la eclosión de las muertes amontonadas, los poderosos callan, niegan su implicación evidente; ante los muertos reclamados por su identidad, los dolorosos gritan en la osadía, organizan el terreno desde abajo. Los Méxicos que conozco no se parecen en nada a las monografías insulsas de la escuela sibarita. Pero la memoria de nuestra tierra suele morder los destinos de quienes pretenden sembrar realidades en tecnicolor; no hay que olvidarlo, el México de los muertos, el México de los desaparecidos está en el corazón de una comunidad vapuleada por el olvido sistemático que reniega seguir arrodillada esperando su turno. Muertos y desaparecidos son los testimonios errantes de un duelo que parece infinito y al que decimos ¡Basta ya!

 

Nada parece ocurrir en tiempos de verdades históricas, de ficciones políticas e indolencias mediáticas. Asistimos a la fabricación recurrente de solidaridades institucionales de papel, dominadas por el odio y el fastidio social mientras que nuestros representantes políticos se recuestan apacibles en mansiones construidas con la sangre de cuerpos mutilados y rostros desaparecidos. Nada parece ocurrir en el soliloquio mundo político de las verdades derrumbadas, pero la dignidad tiene de nueva cuenta el bastón de mando, serpentea sigilosa por los llanos de acuarela, se abalanza discreta por debajo de las montañas; anda tan inquieta tejiendo reclamos que se le ve merodear por los desiertos. La dignidad no es una mercancía insulsa ni una polifonía a medias. Va caminante con los hombres y mujeres de a pie, siempre olvidados, pero siempre dispuestos a permanecer erguidos ante la traición y las promesas hilarantes, hombres y mujeres que edifican con sus manos endurecidas por los años de injusticia, los significados insurrectos de la dignidad humana. Los sintierra, los despojados, los heridos, los sufrientes, las familias y toda una comunidad doliente que busca organizada e incansable a sus hijos y familiares, entrelazan historias de rebeldía en nuestra modernidad inaudita. Marchan portando el rostro de sus desaparecidos, de sus muertos, porque todos y cada uno de nosotros configuramos la memoria afligida de un país subsumido entre sepulcros y tinieblas. Rostros pintados de muerte flotan incesantes; muertos sin rostro denuncian la cobardía. Entre muertos y desaparecidos, la dignidad no es poca cosa. Indignación, voz y memoria son las historias que se escriben desde abajo.

 

Por José Antonio Maya González

En la imagen, protesta de Nepomucemo Moreno frente a Palacio de Gobierno (5 de septiembre de 2010, Hermosillo) por el asesinato de un joven y  la desaparición de tres más, entre ellos su hijo. Quince meses después don Nepomuceno sería ultimado a balazos unas cuantas cuadras al poniente de este lugar.

Fotografía de Luis Gutiérrez

Nphotoedic

 

Sobre el autor

Psicólogo por la UAM Xochimilco, maestro en historia por el Instituto Mora y cuasi doctor en historia por la UNAM.

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1 comentario

  1. Realmente se te nota indignado, José Antonio Maya, con la terrible situación de violencia e impunidad que protagoniza el día a día de nuestro México. Deduzco que amante de este estado mexicano fruto de una historia también terrible (no creo que eso sea negable), te indigna más que esto mismo la capacidad de sobrevivir de sus habitantes mirando hacia otro lado, claro, siempre y cuando el terror no les toca a su puerta o la de su familia.

    En este sentido, querría alejar el debate de los árboles para poder ver el bosque, alejar la mirada solamente de la violencia de pistolas y torturas para poder ver el resto del contexto. Trataré de que lo que diré sea claro, aunque no siempre se entienda.

    José Antonio, a mí me llama más la atención otros hechos que creo que están más en la raíz de todos los problemas de este país. Y de todos ellos, hay dos que me sorprende enormemente que tan poca gente los señale. Será porqué vengo de otro continente y allá las cosas se ven de otro modo.

    A) la cultura del MIRAR SOLO POR MI CASA Y MI FAMILIA de modos que claman al cielo. Ejemplos:

    – en mi colonia se ha invitado (por dos años!!) a los vecinos a colaborar con una cuota (voluntaria) de $50-$100 para el mantenimiento del parque y la entrada. Después de 2 años solamente 30 de 180 (1 de cada 6!!!???) han prestado su colaboración. Y no es por problema de dinero! Entre esos 30 hay gente humilde que ha estado aportando $50 un mes sí un mes no… pero aportando lo que ha podido, mientras que hay vecinos con casas solemnes y carros de lujo que te sueltan mil y una sandeces y escusas de mal pagador para no colaborar EN EL CUIDADO de su entorno MÁS CERCANO… alerta! porqué no estoy hablando de colaborar en donaciones para barriadas en situaciones de emergencia social y pobreza ajenas a nuestras calles, no… sino para colaborar en tener tus calles limpias.

    – papás y mamás de familias «honestas», trabajadoras, que cuidan a sus vecinos (me consta) pero que con un entendimiento retorcido de lo que significa dar «lo mejor» para sus hijos, SOBORNAN CON MOCHADAS a directores de centros educativos (léase preparatorias) para que su hijo/a tenga una plaza en un centro en el cuál por ley y por sorteo no les tocaría.

    – vecinos que saben que el jardinero que les viene a arreglar su querido «jardín» (los 10 metros cuadrados frente a la casa) se deshace de las hojas y ramas y basura recogida en cualquier rincón/descampado de esta ciudad a pocos kilómetros de su propia colonia… pero claro, «mejor es no preguntar» y miran para otro lado y pagan por el trabajo sucio

    – por último, y según yo lo veo, el punto más escandaloso: la evasión de impuestos A TODOS LOS NIVELES. Por favor, dejen ya de apuntar a los ricos del país… ya estoy cansado de escuchar la frase «¿para qué pagar impuestos si estos se malbaratan por los políticos?». Punto uno: se malbaratan, es innegable. Sucede aquí y en cualquier república del mundo. Punto dos: las pocas y deficientes infraestructuras públicas (del estado) educativas, sanitarias, turísticas, etc… no las pagan el dinero de las bolsas de los políticos… las pagan los impuestos de los pocos que tienen la decencia de pagarlos, o de los que son directos (gasolina, IVA, etc…). Punto tres: si pagáramos los impuestos que nos tocan otro México cantaría. ¿Más robarían los políticos? posiblemente, pero también los policías y jueces cobrarían mejor y podríamos hacer valer la ley un poco más. Con un poco de suerte y esfuerzo el país iría mucho mejor.

    B) estupefaciente capacidad de AUTOENGAÑO: resumidamente, y como efecto/causa colateral de lo anterior, los mexicanos se engañan continuamente cada día y con cada tema (drogas, sexo, impuestos, violencia, civismo, etc.) y así no saldremos el hoyo en el que estamos ahora. Cada uno (de nosotros, no solo de los políticos) tiene que empezar a analizar qué HACE versus lo que DEBERÍA HACER, y empezar a cambiar HECHOS. Si seguimos haciendo lo que hacemos, siempre estaremos en el mismo sitio. Necesitamos AUTOCRÍTICA, pero de la buena, no de boquita nada más.

    Un saludo,
    Sergi

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