El anhelado regreso de Rene Córdova Rascón​ a Crónica Sonora

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Las epidemias son un desastre por derecho propio. Al igual que los temblores o los huracanes, vienen en diversas escalas, y si vives en una zona peligrosa terminas por acostumbrarte y aprendes a vivir con el riesgo.

Igual que los ciclones, en la edad moderna las epidemias son desastres anunciados, semanas antes, e incluso meses antes, las autoridades advierten a una población con otras preocupaciones en mente que se preparen, y la respuesta (o no) de la población depende de muchos factores, algunos de los cuales revisaremos adelante.

Como las inundaciones o las sequías, las epidemias son desastres silenciosos, no oscurecen los cielos, no hay truenos, ni vientos, ni temblores, ni ruido de copas o cosas que caen. Y una vez metidos en ello, lo que resta es esperar a que pase, a que las aguas retomen su curso para ver qué se puede rescatar del lodo.

Ya hace tiempo que los sociólogos repiten que los ciclones, terremotos, tsunamis, inundaciones son solo fenómenos naturales, que los desastres son sociales, provocados por la humanidad que se interpone en su camino y han destacado especialmente la inequidad y la pobreza como factores agravantes de sus efectos en la población.

A diferencia de otros problemas, los desastres son por definición colectivos, afectan a comunidades enteras, sea ésta un poblado en la ruta de un tornado o el globo entero. Y por tanto las mejores respuestas deben ser colectivas. 

Cincuenta años de adoctrinamiento neoliberal propugnando el individualismo como valor supremo, denunciando las intervenciones estatales, recortando impuestos a los más ricos y reduciendo al mínimo los recursos para actividades “improductivas” como la salud, los adultos mayores, la infancia, la cultura o la educación pública.

El deterioro y el desprestigio de lo público ha sido el signo de los tiempos en que fueron educados los miembros de la actual generación en el gobierno y los más jóvenes, que con la incredulidad de los adolescentes se atreve ahora a desconfiar de las recetas de sus mayores, admiradores de Ronald Reagan y Margaret Tatcher. 

Las epidemias son eventos masivos, ocurren cuando una población no tiene las defensas o anticuerpos para enfrentar un virus o bacteria. La humanidad ha aprendido a través de milenios a enfrentarse a estos retos. 

Estamos rodeados de virus, bacterias, hongos y protozoarios que flotan en el aire, en el agua, que no solo están en nuestra piel y nuestros intestinos, sino que se han vuelto parte imprescindible de nuestra salud. Algunos de hecho nos protegen de sus semejantes más peligrosos a cambio de alimento y temperatura regulada. 

De vez en cuando un virus o una bacteria sufre una mutación que le permite saltar de una especie a otra, o adquirir características que lo vuelven más peligroso para los humanos, la especie a la que pertenece la mayoría de nuestros amigos y familiares.

Con cada epidemia, sea la oleada anual de gripe e influenza o las diarreas de verano, lo que estamos presenciando es la evolución en acción. Seres que gracias a mutaciones al azar de repente son más exitosos en su lucha cotidiana por sobrevivir y extenderse por el mundo.

Estos procesos los podemos entender solo hace muy recientemente, durante mucho tiempo las epidemias fueron atribuidas a la ira de los dioses, al mal olor de los lodazales o a las alineaciones de los astros, o los pecados o irregularidades de poblaciones específicas como los judíos, las prostitutas o los gitanos. 

Todavía hay gente, cada vez menos, que por haber faltado el día en que explicaron el proceso de la evolución en su curso de biología de la secundaria, recurre a explicaciones quizá igual de fantasiosas. Parece que el cerebro necesita explicaciones a su medida y si no las encuentra las inventa asociando el tema a preocupaciones más actuales, sean éstas las guerras comerciales o la sexualidad ajena. 

Desde hace milenios la humanidad descubrió que en caso de epidemia la medida más efectiva era el aislamiento de las personas infectadas, y que para evitar el ingreso de la peste a un puerto había que esperar un tiempo prudente para que lo que ahora conocemos como portadores asintomáticos mostraran síntomas o se comprobara que eran saludables. Ese es el origen de la cuarentena. 

Las cuarentenas se aplican desde antes de que se identificaran las causas de las epidemias o de la enfermedad misma. Actualmente hay quien cuestiona la existencia de la epidemia por no tener ningún caso entre sus relaciones directas, hace poco había quien cuestionaba también la relación entre microbios y enfermedad. 

La efectividad de la cuarentena está en la calidad del aislamiento, y salvo comunidades enteras o castillos bien provistos que se aíslan herméticamente a todo contacto, el resto trata de reducir al mínimo los contactos. 

La declaración de la medida requiere una sociedad organizada, una autoridad reconocida y confiable, pero entonces las relaciones de poder que hasta ahí habían estado ocultas en la bruma de lo cotidiano se vuelven violentamente visibles. También se vuelven visibles o evidentes las desconfianzas y resistencias a esa autoridad, que de regar los parques, tapar los baches y perseguir ladrones, asume el derecho a limitar los movimientos de cada persona y decidir qué es esencial y qué es accesorio.

En nombre de la salud general se suprimen libertades individuales hasta entonces consideradas sagradas, y no falta quien ante la angustiante especto gemelo de la enfermedad y la muerte busca resistir (y cuestionar es una forma de resistencia) las medidas de la autoridad, en parte ante la imposibilidad de protestar o combatir directamente contra la causa de la alarma.

Al aislarnos, no solo evitamos que el virus llegue a nosotros como individuos, que quizá estaríamos dispuestos a jugar el volado inmunológico de la probabilidad de sobrevivir. Al aislarnos, estamos también protegiendo la vida de quienes estamos seguros que morirían o se verían gravemente afectados por el mismo virus. 

El aislamiento de los sanos es una forma de solidaridad con los que de enfermar tendrían una muerte casi segura. En 1918 eran los hombres jóvenes, en el sarampión y viruela los niños y ahora en el COVID19 son (somos) los viejos y los afectados por enfermedades crónicas. 

Hay hasta aquí dos hechos que solo algunos necios del género terraplanista podrían negar: existe un virus nuevo que puede afectar al 100% de la población mundial, el aislamiento es la medida más sensata y eficiente para detener su propagación a falta de un medicamento o una vacuna específica.

La calidad de vida dentro del aislamiento es el primer indicador de la desigualdad social, no es lo mismo tener alberca, gimnasio, biblioteca, recámaras individuales, o patio a no tener estas instalaciones en casa. 

Una vez aislados hay que seguir comiendo, y cocinar y comer se convierte en la principal preocupación de los cuarentenados, una pausa en la monotonía del tiempo de espera que pasa. Por lo que de nuevo la calidad y cantidad de las provisiones y las preparaciones al alcance de los habitantes de cada núcleo doméstico vuelven a ser desiguales.

Hay familias que como los castillos medievales tienen congeladores y estantes repletos de compras al mayoreo, y otros que desde antes de la cuarentena no sabían de dónde iba a salir su siguiente comida, o como iban a conseguir la comida de la siguiente semana.

Por Réne Córdova

Fotografía de Benjamín Alonso

Sobre el autor

José René Córdova Rascón es Antropólogo Social por la ENAH, maestro en Salud Pública con especialidad en Políticas Públicas por la Universidad de Arizona en Tucsón, director de Espacios Expositivos, S.C. y curador externo de la nueva exposición permanente del Museo Comcaac (antes Museo de los Seris) en Bahía de Kino, Sonora. Contacto: rrenecordova@gmail.com

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