El arte de la remebranza de Tomás Hernández con la heterodoxia visual que nos distingue. Bon appétit 😉

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El domingo pasado, mientras guisaba un trozo de pescado empanizado, noté que en la recámara donde Lalo estaba dando sus primeros pasos en el fabuloso mundo de la música, los torpes rasgueos sobre la guitarra acústica habían cesado. Caminé hasta la puerta del cuarto y despacio entré. Estaba mi hijo acostado, dormido, sosteniendo con la mano izquierda el mango de la lira y, un poco retirada, inmóvil permanecía la hoja donde le imprimí los acordes. El cansancio lo venció.

 

Volví hasta la estufa para continuar con los preparativos del guiso. Eran ya los últimos toques pues estaba listo el frijol, la verdura y las tortillas calientitas. A pesar del ruido que intencionalmente hacía, y el penetrante olor del platillo, Lalo no aparecía para pedir su comida. Entendí el asunto: cuando alguna vez tuve el atrevimiento de querer tocar la guitarra también me resultó extenuante hasta la desesperación buscar las pisadas, doblar los dedos, hacer presión, dar el tono. Lo atribuí al tamaño tan pequeño de mis manos, pero mi amigo El Buitre siempre aseguró que nada tenía que ver… “es cuestión de maña”, decía.

 

Mi hija Elisa tuvo un tiempo la intención de tocar la guitarra pero finalmente abandonó la aventura. A mí tampoco se me dio esta habilidad. Quise tocar la entrada de La Bamba, como muchos bisoños, y nada. Aprendí Plegaria (si en la noche azul, oyes el eco enamorado de mi voz) y Casas de cartón, en la versión de Alí Primera, pero los malos tonos se combinaban con unos estruendosos berridos que me decían fúchila. A mediados de los 80 tuve el atrevimiento de sumarme al grupito de música alternativa El Bongoo, impulsado en la Uni por El Buitre, con El Lupe Mota, El Veracruz, El Zayas y El Emiliano, pero mis participaciones se reducían a cargar cosas y ponerme a la distancia para decir si se escuchaban bien las bocinas. Un vil secre, pues.

 

Chelín y José, mis dos hermanos, ellos sí desde que recuerdo fueron buenos para tocar la guitarra; el primero grupero y el segundo más de tríos, pero ambos combinaban sus ocupaciones con este especial entretenimiento. Buenos para guitarrear y con tal gusto que se lo heredaron a sus hijos. Los críos, creo, resultaron mucho mejor que los papás, quienes deben sentirse muy orgullosos.

 

José partió a inicios de los 70 hacia el centro del país, donde se preparó para convertirse en el gran médico que hoy es; por él tuve predilección por algunas canciones de José Feliciano, en especial Qué será y La copa rota (aturdido y abrumado, por la duda de los celos, se ve triste en la cantina un bohemio ya sin fe. Con los nervios destrozados, y llorando sin remedio, como un loco atormentado por la ingrata que se fue). Chelín, por su parte, se apasionó por la música y pasó a formar un grupo con algunos amigos de la parte sur de Obregón, al que bautizaron como Los Iniciales; ensayaban mayormente en casa de Martín, el vocalista, en la Faustino Félix, colonia aledaña a Las Cortinas, hasta donde yo acudía cuando a lo lejos escuchaba las primeras notas musicales.

 

No sé por qué pero siempre corría hasta llegar al lugar donde ensayaban, atravesando calles, solares baldíos, matorrales, hoyancos, charcos y toreando a los perros que solía dejar muy a los lejos, guiado por la música. Para realizar esa proeza se daba una condición: mis diminutos pies lucían descalzos, callosos, cubiertos de polvo, con pequeñas heridas, la uña del dedo gordo levantada quizá, una vieja espina clavada en el talón y aún así feliz, contento, ansioso, con una fuerza y ligereza que permitían desplazarme por la tierra y reducir distancias… como liebre… como churea… prietito con el lomo descubierto… con mis rizos alborotados al viento… de cara al sol… luciendo un chor nuevo sacado de un pantalón viejo….

 

Desconozco hasta dónde sea normal pero siempre me ha resultado fácil distinguir a grandes distancia las notas del bajo eléctrico y en corto sentir que retumban en mi pecho. Aunque en aquéllos años y en mi colonia era escasa la presencia de carros o alguna otra fuente de sonido que perturbara el ambiente. Por entonces los ecos recorrían amplias distancias y entre el caserío transitaba placentera la música de las radios: en la mañana, cuando las jovencitas se daban a la tarea de “alzar” la casa al ritmo de Rigo Tovar y su Costa Azul, Primos Alegres o Ases de Durango, mientras que a las doce del día de muchas humildes viviendas brotaba el Ave María, como alerta para tener preparada la comida ante la inminente llegada de los niños que asistían a la escuela o mandar el lonche al hombre de la casa.

 

Ahora de viejo, y extraño como soy, seguido cierro los ojos y escucho los recuerdos traídos por el viento fresco que golpea mi cara: Áaaveeemaríiiaaa… aaagraciaaableee…. Maríiiaaaagraciaaaableee… Maríiiaaagraciaaableee… Y con ellos llega el olor de la sopa de arroz preparada por mi madre (la más rica del mundo), los frijolitos encebollados, las tortillas calientitas, el aroma del carbón quemado en el brasero, el agua de culei sabor fresa… y mis hermanos arremolinados en torno a la humilde mesa. Como perrito faldero me acostumbré a comer cerca de mamá, quien solía enrollar mi tortilla porque yo no sabía hacerlo.

 

Si bien es cierto Chelín me dejaba estar en los ensayos de Los Iniciales, no siempre me atreví a cruzar la puerta porque casi siempre llegaba sudado; algunas veces quedaba sentado en la banqueta, jadeando aún pero siguiendo con movimientos de pies y manos el ritmo de las canciones. Magia blanca, Mambo número 8, una de homosexuales que identifico como Mariposas: Ay mariposas, porque siempre caminas, como las golondrinas, mira qué cosa.

 

La que me gustaba más es Isabel, importada desde Los Mochis:

 

Toda mi alma vibra al compás de una canción bonita, y todo mi ser se estremece cuando está cerquita la mujer que tanto me gustaaa… se llama Isabel. Todas las mañanas yo la miro cada vez más linda, tiene la fragancia de una rosa que en el campo brota la mujer que tanto me gustaaa… se llama Isabel. Solía imaginar a mi carnal tocando la guitarra, la armonía y luego el órgano entonando las rolas de sus favoritos, Los Fredys.

 

Los Iniciales tuvieron poco éxito y luego se diluyeron para que sus integrantes se sumaran a otros proyectos. Mi mente no da para mucho, en verdad, quizás por eso recuerdo pocas ocasiones en las que pude presenciar su actuación: estuve cuando tocaron en uno de los festivales dominicales organizados por el hache Ayuntamiento de Cajeme en el Deportivo. El sitio era la unidad deportiva más grande de Obregón, ubicada frente a la Laguna de Náinari, que aún funciona. Luego, sin permiso, los fui a escuchar desde fuera del Club Social Constitución, centro de baile ubicado en la colonia del mismo nombre y al que la raza llamaba El Consti.

 

Otra fue durante un periodo electoral, cuando un candidato tricolor llegó a mi pequeña ciudad en plena campaña y el sindicato de músicos se comprometió a amenizar su trayecto por la 5 de febrero; Los Iniciales fueron colocados en una banqueta y, por alguna razón desconocida, el organizador pidió que tocaran corridos. Se me hace que se aventaron La banda del carro rojo, entre risas y bromas pues no era su estilo. Una vez más habría sido en una quince, supongo cerca de Las Cortinas, luego en casa de los Lares y finalmente en el barrio, la Montes de Oca, en casa de la Chelena, cuando Los Iniciales apretujados en un diminuto cuarto de color verde claro animaron un festín, aunque no tengo claro si era alguna conmemoración especial o solamente el baterista pretendía a la susodicha. Así era la raza.

 

Seguramente ellos tuvieron otras tantas presentaciones, pero yo era menor de edad y no podía andar de noche siguiendo sus tocadas. Lo que no me perdí fue la acción temeraria que, para estar a tono con el estilo del grupo, mi carnal se aventó sin decir agua va: se hizo base en el pelo, es decir lo transformó en un peinado al puro estilo de Rarotonga, cuando toda su vida había sido y es muy lacio. Fue el acabose.

 

En los años 70 ser músico en Obregón era sinónimo de flojo o vago; el pelo largo, el pantalón acampanado –de mezclilla o terlenca- zapatos con plataforma y mucho tacón, y camisas de cuello largo, floreadas y hechas –al parecer- con tela de calzón de dama. Todo eso no podía ser más que expresiones de rebeldía, de rebecos o cochambres que pasaban horas y horas en las esquinas compartiendo un cigarrillo y chuleando a las muchachas. En la actualidad, por suerte, es ya considerada una profesión, un trabajo.

 

Chelín se aferró un poco más y combinó ocupaciones con su gusto por la música. Un revuelo familiar fue cuando lo invitaron a grabar un disco, a Guadalajara, con la firma Cronos, hasta donde partió un día con su guitarra al hombro y mil ilusiones en el alma.  También acudió a algunos eventos –en Obregón- para echarse alguna rolita. Tuvo participación en la Televisora del Yaqui, donde le preguntaban sobre su próximo disco. Yo invitaba a mis amigos para que escucharan un anuncio en la radio en el que hacía la parodia de una canción de Camilo Sesto: Que no le suban los precios jamás… ¡Jamás!

 

Mi mamá lloró cuando en casa escuchamos las dos canciones, en un disco de 45 revoluciones, que Chelín grabó con una franca dedicatoria para el amor de su vida. Ella volvió a llorar aún más cuando miró las ampollas que mi hermano tenía en sus dedos, consecuencia del trabajo en una panadería. Cómo va a tocar, me preguntó Doña Lucita, y entonces lloré junto con ella.

 

Pero los años pasaron y la vida nos colocó en el lugar donde deberíamos estar, no donde soñamos, y las guitarras medio callaron. Chelín contrajo nupcias y se dedicó de tiempo completo a conseguir para el pipirín. Sin embargo, con la misma guitarra con que inició su gran pasión hará más de cuatro décadas sigue dale y dale al único par de cuerdas que luce su lira y compone canciones. Su mayor éxito, creo, es La fea: nadie baila con la fea, nadie la quiere invitar. Además uno de sus hijos trabaja como músico en un grupito allá en Obregón, mientras que los dos hijos de José se discuten para la guitarra, siendo el mayor de ellos quien optó por estudiar esa expresión artística.

 

Es obvio que José encontró su pasión en la medicina, en curar gente, pero Chelín quizás podría no estar muy satisfecho con lo logrado hasta el momento. Adicionalmente, debo confesar que también mantuve durante muchos años de mi infancia el sueño de llegar a ser un músico, un cantante, de llevar alegría, diversión y hacer olvidar las penas que causa la vida a hombres y mujeres por igual. Pero a mí no se me dio la guitarreada y ni esperanzas tengo porque, como todos sabemos, chango viejo no aprende maroma nueva.

 

Lalo, mi hijo, posiblemente al igual que yo sólo tenga una pasajera fiebre por la guitarra… o a lo mejor no. Hace años me dijo que sería chef y me invitó a París para cuando llegara a ser un famoso chef y ya nada dice de eso; luego practicó karate y ¡puf!; después cuatro años en beis y nanáis. Ahora juega fut y sueña ser titular en un partido transmitido por tele en red nacional, recibir cuantiosas cantidades de dinero por sus goles y comprarme un mustang. Pero empezó mal el muchacho: le va al América… (por favor, no lo comenten). El tiempo lo dirá.

 

Por Tomás Hernández

Fotografía de Santa López

Sobre el autor

Tomás Hernández nació en 1964 en Ciudad Obregón, Cajeme, Sonora. Siendo el séptimo y último hijo, arribó a una humilde familia radicada en la Colonia Cortinas. Las carencias resultaron insuficientes para impedir enamorarse de la vida, soñar bajo árboles, cantar con sapos, corretear cigarras, contemplar el cielo azul, las nubes blancas y un delicioso aroma que sólo es conocido por la inocencia de los primeros años.

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