El relato de una chica brasileira que vino a Hermosillo para hacer contacto con el gran norte de México.

Gracias, Carolina, eres nuestro regalo por el cuarto aniversario de esta casa editorial

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Brasilia, Brasil.-

Bajo un sol impiadoso, caminaban en silencio mentor y aprendiz. El primero conocía los caminos de este y del otro mundo, del más allá. El segundo, un artista lleno de preguntas, vivía una experiencia chamánica única. En algún rincón del desierto de California, Jim Morrison, “el rey lagarto”, recibía enseñanzas de un indígena anónimo. El indio desnudo. El aprendizaje que se daba por medio de sueños (opto por la versión más romantizada de los hechos, al final sueños son sueños) tendría impacto profundo en su carrera personal y artística. Por lo menos eso es lo que nos cuenta la película The Doors, de Oliver Stone (1991). Las escenas dieron forma a mi imaginación sobre cómo sería el desierto en la costa oeste del continente norte americano. Cuando decidí hacer un doctorado en México, quizá no por casualidad, un colega recién doctor, en tono muy pesaroso, me dijo: “Hacer un doctorado, en muchos sentidos, es como caminar solo en el desierto”. Sus palabras no eran para nada alentadoras. Lo primero que me vino en mente fue contestarle que quizá en el desierto yo viviría algo parecido a la experiencia de Jim.

Morrison en el desierto, según Oliver Stone, 1991

A fines de 2018, la realización de un simposio sobre justicia, orden social, legalidad, transgresión y marginalidad en el noroeste de México, promovido por la Sociedad Sonorense de Historia (SSH), en Hermosillo, surgió como un regalo. Me parecía la justificativa perfecta para lograr conocer y acampar en la Reserva de la Biósfera el Pinacate y el Gran Desierto de Altar, patrimonio mundial de la UNESCO ubicado en el desierto de Sonora. Allá, aparte de conocer la fauna y flora del desierto, yo podría encontrar la paz y el silencio tan raros en la Ciudad de México. Quizá yo podría vivir mi deseada jornada de auto conocimiento. Todo fluía bien: mi artículo sobre la religiosidad narco y la devoción al santo Jesús Malverde fue aceptado por la comisión del evento y tuve la suerte de encontrar boletos aéreos con descuento. Días antes de viajar, muchos me decían cómo debía de portarme en el norte: “No confíes en nadie”, “No hables de tu vida con los norteños”, “No andes sola”, “No camines con el celular en la mano (tú y tus manías de hacer fotos)”, “Fíjate en cómo te miran”, “No descuides tus maletas”, entre otras frases para nada tranquilizadoras.  

Comprendo que las percepciones sobre el norte de México tienen sus razones de ser. Como típica región de frontera, lugar donde los contornos sociopolíticos son altamente móviles, la violencia para la conquista de territorios y recursos surgió como legado, pero también se plasmó como estigma en la piel de los habitantes locales. La coexistencia de mexicanos con distintas naciones indígenas (tales como apaches, pápagos, seris, yaquis, ópatas, etc.) sumados a los americanos fue un factor esencial para la escritura de verdaderas crónicas de guerra. La ascensión del narcotráfico en la primera mitad del siglo XX apenas logró añadir notas dramáticas a los duros conflictos existentes en la región. Comprendo también que la lucha por sobrevivir en un territorio árido quizá haya impreso la misma aridez en la geografía humana del lugar. Quizá.

Hermosillense haciendo leña, por Carlos Licón, 2005

Confieso que a pesar de traer como kilos extras en la maleta algunos de los miedos ajenos, yo no seguí ninguno de los consejos de seguridad que recibí. En menos de diez minutos de estar en la ciudad, entre salir del aeropuerto y entrar en el taxi, el chofer y yo ya habíamos entablado una conversación sobre las balaceras en las fiestas de los pueblos alrededor de Hermosillo. “¿No eres de aquí, verdad?”. (Escuché esta pregunta casi todos los días que estuve en Hermosillo. A pesar de mis trazos latinos tan comunes, el instinto de los sonorenses para captar la raridad es infalible. Creo que es la habilidad más importante para aquellos que viven en la frontera). Al saber que yo era historiadora e investigaba algo de narcotráfico, el chofer me dijo: “Tienes que ir a mi pueblo y escuchar las historias de la gente grande. Son auténticas telenovelas llenas de disputas y asesinatos entre familiares y amigos. Seguro encontrarás historias mucho más interesantes que esas que están en Netflix”. Bajé del carro con la firme promesa de visitar Yécora, la ciudad más bella de Sonora, según el simpático chofer.

Hermosillo (recordando el camino a Yécora), por Carlos Licón, 2015

Tuve el privilegio de hospedarme con un autentica familia norteña (un hogar lleno de risas, historias fabulosas y una mascota amiga), calurosa lo suficiente a tal punto de hacerme olvidar la más de una década sin comer carne roja. En un asado en la azotea de su casa, con vista privilegiada a los cerros que circundan la ciudad, mi anfitriona me informó que infortunadamente la aventura a la biósfera había sido cancelada. Mi ilusión por conocer el desierto había sido pospuesta. Ante la frustración evidente en mi rostro, me dijo ella: “Mira, lo que ves, el desierto es todo eso”. Mi amiga no podría estar más correcta. Como diría John Lennon, la vida es lo que te pasa mientras haces planes. Sin un plan B, decidí andar aleatoriamente en la ciudad. 

Hermosillo es una ciudad muy clara, de luminosidad fuera de lo normal. Eso hace que los colores de los edificios asuman tonos pasteles como si uno caminara usando lentes con filtros vintage, tan comunes en esas aplicaciones de fotografía para celulares. Es interesante notar que a pesar de que la ciudad posee un centro con mucho tránsito y movimiento, sentí una atmosfera de cierto vacío y silencio. Es posible encontrar calles enteras con casas de puertas y ventanas cerradas incluso en un lugar en que hace tanto calor en algunas épocas del año. Me sorprendí con la calle bohemia, no por los innumerables borrachos acostados en los bancos, sino por sus bellos murales pintados. Creo que ellos expresan lo que la gente hace mucho silencia. Esperanza, paz, justicia.

Mural en Centro Histórico de Hermosillo, fotografiado por Carolina da Cunha, 2018

Caminando sin rumbo entré en aquella que probablemente sea una de las más grandes tiendas de santería de México. “¿No eres de aquí, verdad?”, así me saludó la chica detrás del aparador, antes incluso de que yo dijera “buenas tardes”. La decoración llamaba atención. Las incontables paredes espejadas del lugar daban la sensación de que el cliente era observado todo el tiempo, por quién, no se sabe. Quizá no solo por los ángeles, ánimas o santos que frecuentan el lugar. Además, colgados en el techo convivían perfectamente los posters de San Judas Tadeo y Pokemón, del Che Guevara y la Santa Muerte. Entre ellos un Homero Simpson vestido como Jim Morrison. Todos juntos y mezclados, sin que la fe en uno ofendiera el culto al otro. No pude salir sin comprar una pequeña imagen de papel de Jesús Malverde, el santito responsable de traerme al congreso en Hermosillo. La chica detrás del mostrador me sugirió llevar también una imagen de bolsillo de la mano de Dios. “Para la protección. Nunca se sabe.”, me dijo amablemente. Donde la salvaguarda del Estado es escasa, contar con el amparo de los cielos es una garantía adicional. Solo eso justificaría la necesidad de una tienda de santería de aquella magnitud.

«Probablemente sea una de las más grandes tiendas de santería de México», por Carolina da Cunha, 2018

En el simposio creo que pude conocer a algunos personajes de la región. Impulsado por una nueva generación de historiadores y aficionados por Historia, el evento logró reunir narradores locales, periodistas, estudiantes, académicos en formación e investigadores profesionales. La iniciativa permitió miradas horizontales y plurales sobre la historia, la cual pudo ser pensada y repensada por la propia comunidad. Sin embargo, no quiero fijarme en la vibrante élite cultural a la que conocí. Prefiero dedicar la mirada a los tipos humanos que pasaron por allá. Por ser un evento abierto a todos, en una de las ponencias se sentó a mi lado en el auditorio una especie de vaquero (sin sombrero) mascando tabaco. Cruzamos la mirada y nos saludamos con una sonrisa. En otro momento, pasé más de una hora escuchando el monólogo de una versión irlandesa de Santa Claus perdida en el noroeste mexicano. El tipo traía un ukelele y una barba blanca como algodón. No logré desvincularme de él hasta que llegamos a la conclusión de que la leche de vaca industrializada causaba cáncer a los niños. Sobre mi participación puedo decir que yo era la única mujer y la única extranjera en la única mesa sobre narcotráfico del simposio. Si por un lado aprendí más sobre la cuestión, por otro muchos me dijeron que fui inconsciente por “hablar de este tema en este simposio en este lugar”. Confieso que, de verdad, nunca me pasó en la cabeza tanta noción de peligro. El miedo del miedo siempre es mala compañía. 

Intentando escapar de la animada vida social del simposio y buscando un poco de paz y  silencio, descubrí que había en Hermosillo un centro ecológico, una especie de jardín zoológico y botánico, dedicado al desierto sonorense. Parecía que mi oportunidad de vivir el desierto continuaba viva. Una tarde, salí corriendo del evento, sin verificar si traía todo en la mochila y me dirigí para allá con toda ansia posible. Llegamos al lugar un grupo de niños de tres y cuatro años de edad y yo. Era día de excursión de la guardería. Ya no había más ninguna ilusión de vivir la paz y el silencio típicos del desierto. Gritos, llantos y sonidos propios de los chiquititos me quitaron toda y cualquier posibilidad de conexión con el espacio. Creo que lo mismo le pasó al coyote mexicano que en su jaula intentaba esconderse del sol y de la alegría ruidosa de los niños. 

Logré caminar más rápido que el grupo. Llegué al sector de las aves. Pavos reales, cisnes y patos en silencio. Finalmente, el silencio, la soledad. “¿No eres de aquí, verdad?”. Miré a mi interlocutor, un tipo joven, en sus veintes, de mirada inquisitiva y un bigote para parecer mayor. No sé desde cuando esta figura me seguía en el centro ecológico. De verdad, no había notado su presencia en ningún momento. Por eso me asusté un poco, además no había nadie más alrededor. Añoré la llegada de los niños de la guardería, pero estaba sola. Mejor dicho, éramos él y yo en el desierto (o en un casi desierto). Decidí actuar con toda la naturalidad posible y charlar con él hasta que pudiera abandonar la conversación y dirigirme a la salida. Estaba harta de todo. No lo logré. Vicente (nombre ficticio) se pegó a mí como chicle en el tenis. Me contó que venía de un pueblo chico de Sonora, que se había mudado a Hermosillo hace poco tiempo (menos de dos meses), que no conocía a nadie en la ciudad, que le encantaban los animales, que se había titulado hace poco como ingeniero, que su novia no había querido venir con él, que en el trabajo no había hecho amigos y que tenía dudas sobre su futuro. No había encontrado al indio desnudo, pero, de hecho, Vicente desnudaba su vida para una completa desconocida. Creo que no había aprendido ni mi nombre. Miedos, esperanzas, alegrías, ilusiones. Vicente me contaba todo con mucha naturalidad y apertura. La soledad ajena suele ser tan tocante como la propia. Éramos cada uno en su desierto. Hicimos juntos todo el recorrido, alimentamos con zanahorias a los venados de cola blanca y sacamos mil fotos de los búfalos y del borrego cimarrón. 

Al fin del paseo nos despedimos en la salida del centro ecológico. Ahí me di cuenta que de tanto hacer fotos ya no tenía más carga suficiente para pedir un taxi por la aplicación del celular. Tampoco encontré en mi mochila la cartera, la había dejado en el simposio. Era tarde y no sabía cómo regresar a la ciudad. Cuando alcé la mirada, una troca blanca, de esas pickups que suelen ser personajes frecuentes en los narcocorridos, estaba parada ante a mí. De adentro, Vicente hacía gestos y me ofrecía un aventón. Subí, no sin antes pasar en la cabeza todos los miedos ajenos, los propios, los consejos, las advertencias y las oraciones que sabía. En México, miles de mujeres desaparecen al año por circunstancias no esclarecidas. Miré la mano de Dios y la imagen de Malverde en la mochila. “¿Quieres subir al Cerro de la Campana? La puesta del sol es increíble desde allá”. No sabía que decir. Había sido advertida para no subir sola al cerro, punto turístico fundamental en el centro de Hermosillo, porque allá se robaba y se secuestraba a la gente. Ahora iba en un carro y con alguien con quién había alimentado a los venados de cola blanca con zanahorias. Asentí con cierta duda. Pero ya dentro del carro, noté que Vicente era un sensible y que escuchaba clásicos románticos de los años cincuenta mexicanos. Si había alguna inseguridad, esta se esfumó. La música y sus poderes fantásticos. Desde arriba en el cerro, pudimos ver las dimensiones de la ciudad, sus luces, vimos desaparecer en el horizonte un sol rodeado por nubes moradas. Vicente solo quería enseñarle a una forastera lo más bonito que había descubierto en la ciudad que lo acogía. 

Al bajarnos del cerro, Vicente y yo nos despedimos en el centro de la ciudad. Me esperaban en el simposio. Habría un brindis de cierre del evento. Bajé del carro sabiendo que había vivido una experiencia chamánica no tan espectacular como la de Jim, pero no menos surreal. En tiempos donde se construyen muros entre las personas y que rechazar al diferente, al extranjero o al migrante es visto como algo natural, crear puentes se convierte en un acto de insurgencia. Desde aquel día supe que el norte de México era más que la mirada prejuiciosa que lanzan sobre la región. Era más que la criminalidad sin frenos que intenta, pero no lo logra, aplastar la alegría de su gente. Era más que la sombra oscura del miedo. En mi último día de paseo sin ruta definida en Hermosillo, encontré por casualidad un tianguis en que se vendían atrapasueños “de verdad”. El vendedor (un tipo misterioso que cargaba en si toda la cosmogonía de la región, lograba ser mexicano, indígena y gringo al mismo tiempo) me contó que manos yaquis habían elaborado el objeto respetando el contenido simbólico original de sus ancestros. Convencida, me compré uno. Cuando nos despedíamos, el tipo, con sus ojos de gato, de esos que miran largo y profundo, me dijo: “Tienes ángel”. Lo creí. 

Aquella noche puse el atrapasueños cerca de mi cama. Creo haber soñado que del cabello negro oscuro de las mujeres seris salían bosques de saguaros gigantes, las ondas doradas de la playa de Kino y una constelación de estrellas infinitas. Mi desierto era un gran desierto iluminado por las cosas que vi y la gente que conocí.

Por Carolina da Cunha Rocha

Bahia de Kino, por Carolina da Cunha, 2018

Sobre el autor

Fotógrafa amateur, flâneuse profesional.

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21 comentarios

  1. Me gustó mucho tu texto Carolina Da Cunha, es por demás entrañable ver como describes nuestro suelo, sus atardeceres, e inclusive sus costumbres y sus soledades e incluso cuando hablas que la gente cierra sus puertas a pesar del calor, estas describiendo la psique de una sociedad conservadora que tiene miedo a ser perturbada por el exterior, quizás por el miedo a que en el intento se les destruya su privacidad y por antonomasia sus secretos mejor guardados.

    1. Muchas gracias por tus comentarios, Cipriano. Te agradezco la lectura y tu interesante observación. Creo que Hermosillo es una tierra de misterios, de encantos escondidos, a los cuales es necesario tener una mirada atenta que va mas allá de que cualquier estereotipo.

  2. Grande «Historiadora» a minha prima! Adorei a leitura e a descrição, apesar da tua insegurança e do teu medo tiveste a mão de Deus a proteger-te e não só! Os nossos antepassados! Parabéns!

    1. Que linda, minha querida Maria Luisa! Muito obrigada por ter lido minha crônica. Acho que esse gosto pela aventura é parte do nosso espírito de desbravador português, nosso sangue pede o mar e o nosso barco navegar! Com certeza nossos antepassados estavam lá! Beijinhos!

  3. ¡Gracias por tomarte el tiempo de apreciar mi ciudad! Espero que tu experiencia haya sido tan grata como la mía al leer tu espléndido relato. ¡Escribes perfecto el español, por cierto! Un caluroso saludo desde Hermosillo. 🙂

    1. Armando, que lindo! Muchas gracias por tus comentarios y me quedo contenta de que te haya gustado mi texto. Hermosillo tiene sus encantos y hay que descubrirlos! Un caluroso abrazo para ti también! 😀

  4. Adorei, Carol! Uma experiência extraordinário e que de certeza ajuda a combater preconceitos. Viagens, viajantes, aprendizagens, aventuras e emoções!!!!!
    Obrigada por partilhares. Grande beijo, linda!

    1. Minha querida María, com certeza viajar é descobrir a verdade dos lugares por trás de todos os conceitos prévios e estereótipos que querem nos passar. A grande aventura da vida é ver além do lugar comum e do julgamento das pessoas! Beijo enorme para você, minha linda e obrigada pelo seu comentário!

  5. Gracias por tu relato que abona un poco a la conciencia colectiva de que México no es como lo pintan, en especial el norte de nuestro país. Como lo mencionas, lejos de crear muros que nos dividan debemos de crear puentes que nos unan como seres humanos. Algo me dice que regresarás, tienes una cita pendiente con el gran desierto de Altar que te ofrecerá una exquisita soledad pertinente para la introspección. Me encantó leerte. Saludos.

    1. Azucena, gracias por tu comentario! La gran aventura de vivir es ver la vida con los ojos del alma y no por medio de las lentes de gente de mirada estrecha. Creo que el norte de México es víctima de un prejuicio impiadoso, que intenta reducirlo a la idea de violencia, cuando en verdad es un lugar de una riqueza cultural, humana y geográfica sin precedentes. Espero que tu previsión se cumpla pues quiero mucho conocer el desierto de Altar y allá, quién sabe, encontrar el mentor de Jim Morrison. Te dejo un gran abrazo! 😀

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