Si estás de vacaciones -y si no también- deja el chat, deja incluso la vida análoga y sumérgete en este relato que no tiene desperdicio.

De la pluma y lente de don René Córdova y Rascón, para el finísimo público de Crónica Sonora. Tracas

PD. Las fotos a la venta en versión impresa

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El desierto de Sonora abraza y abrasa. Más en julio, cuando el verano lluvioso, nuestro segundo verano, no ha terminado de asentarse y las nubes son sólo rosadas promesas relampagueantes en el horizonte.

 

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Esta semana ha sido de mucha carretera, de mucho café y he logrado romper algún record personal porque he dormido en cinco domicilios distintos, bajo el mismo cielo, viendo casi los mismos saguaros en tres naciones y dos estados distintos.

 

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Todo empezó cuando una amiga de Caborca, que ahora vive en Peñasco, me recomendó para trabajar con un grupo de mujeres. Nos escribimos, acordamos un programa, hablamos por teléfono cuando los satélites se alinean y hay señal en Quitovac… quedamos de conocernos en el Festival Kino donde ellas presentaron danzas tradicionales y yo hablé de San Francisco Javier. Pero no coincidimos, cambiamos la fecha y luego cambiamos el lugar hasta que finalmente tuvimos una fecha.

 

Luego vinieron los arreglos de logística, que si quien pone el coffee break, que si las fotocopias o la comida, y luego el espinoso asunto de mi hospedaje. Porque originalmente el plan era trabajar en Quitovac y que yo durmiera allá, pero las mujeres decidieron que sería más fácil concentrarse poniendo distancia de sus obligaciones domésticas y nos prestaron la sala de juntas del Centro de Vistantes y Museo Schuk Toak de la Reserva de la Biósfera El Pinacate y Gran Desierto de Altar (ese nombre debería incluir una o dos comas para poder respirar mientras uno lo pronuncia).

 

Para no manejar todos los días de Peñasco al Schuk Toak me ofrecen hospedaje en la casa adjunta donde viven los guardaparques. Me emociono, saco mi sleeping bag de las profundidades del clóset donde reposa desde que la Guerra de Calderón hizo peligroso eso de las acampadas, y hago una lista de los logros viajeros en mi corta vida:

 

-Bajar al Gran Cañón del Colorado (sólo a la mitad)

-Subir a la torre Eiffel

-Subir a la cabeza de la Estatua de la Libertad y al mirador de las Torres Gemelas en Nueva York

-Escalar el Monte Sinaí (una caminata de dos horas, pero así se oye mejor)

-Dejar un deseo en el cementerio judío de Praga

-Subir el Huayna Picchu (ese fue más pesado)

-Sobrevivir el terremoto de 1985 en la Ciudad de México

… y ahora me invitaban a dormir en El Pinacate

 

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Se suponía que debía llegar el domingo por la tarde para instalarme, pero para lograr eso debería salir a la carretera a mediodía… y uno ya está viejo y sabe que esos son riesgos innecesarios. Esperé a que bajara el sol, dormí en Caborca, me levanté temprano y salí rayando el sol y quemando llanta por la Costa de Caborca, una de las carreteras rurales más transitadas de Sonora, que incluye viñedos, campos esparragueros, ejidos cachoreros, vistas del tren, estaciones abandonadas, tramos de cuatro carriles, tramos llenos de baches y señalamientos escuetos. Lo mínimo para asegurarte que vas por el rumbo correcto, aunque no sé si pueda decirse eso de una carretera que va a Puerto Peñasco.

 

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En las prisas por empacar acuarelas, cámaras, tripié, sábana, toalla, mantequilla de cacahuate, avena y una lata de té negro (Earl Grey es como un abrazo cafeinado), me olvidé de empacar calcetines. Y es que me he pasado el verano en zapatos de tela que me saco a la primera oportunidad, pero no puedo usar mis botas sin calcetines. Así que doy vueltas en el amodorrado y fantasmal Peñasco de un lunes 4 de julio sin encontrar nada abierto. Hasta que recuerdo que Ley Express vende calcetines baratos, al menos el que está cerca de mi casa y sí, el de Peñasco también. Ya con los calcetines bien puestos me dirijo al Schuk Toak, que está cerrado, y es que abren hasta la ocho. Dejo el carro y hago una entrada cámara en mano y tomo un par de fotos previsiblemente matorralistas. El comprensivo público sabrá disculpar mi debilidad.

 

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Desde la carretera todavía hay que avanzar siete kilómetros al Centro de Visitantes, en una planicie blanca poblada de salvia y gobernadora, con la granítica Sierra Blanca a la derecha y las dunas a la izquierda, luego aparece un flujo de lava, y en una vuelta aparece el edificio naranja que mezcla anchas vigas de madera con un uso liberal del cemento, acero, vidrio y acabados cerámicos.

 

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El Centro de Visitantes es una maravilla en medio del desierto. Desde la terraza se pueden ver las dunas doradas, la Sierra Blanca, el sagrado y oscuro Schuk Toak y el Pinacate a lo lejos. Hace años que quería conocerlo pero siempre se interponía la distancia entre nosotros… el miedo al verano, la pereza invernal y todos los pretextos que puedan imaginarse para no manejar cuatro o cinco horas por el desierto lejos de mi sillón favorito y mi wok.

 

La exposición es una de las mejores, si no es que la mejor en Sonora mientras no reabran el Museo del INAH en Hermosillo. De escala humana, organizada a partir de un concepto base familiar al público como los cuatro elementos (tierra, viento, agua y fuego), con texto suficiente para el público que quiere investigar o saber, con colorido sin caer en lo chillón, piezas bien seleccionadas y casi todas bien identificadas  y un uso limitado de la tecnología que permite un recorrido gratificante a pesar de que ese día estaban desconectadas por una falla eléctrica. Y es que el museo y las oficinas funcionan con energía solar para evitar afear el paisaje con postes y cables eléctricos. Si el Louvre se inunda y El Prado tiene goteras, una pausa eléctrica en medio del desierto es cualquier cosa.

 

El taller es un éxito. Avanzamos, avanzamos, a pesar de las dificultades técnicas y los imprevistos y el calor. Con paciencia y buena voluntad vamos construyendo ideas nuevas, clarificando cosas. Al final del día me dicen que no puedo quedarme en el Centro de Visitantes, que hay una habitación disponible en la Estación Biológica, unos veinte kilómetros al norte, en la entrada hacia los cráteres. Me encamino allá, me reciben después de decir mi nombre, con esa cortesía del desierto honesta y sin sofocos, me enseñan mi cuarto, el camino al baño y las reglas para usar el refri. No hace falta más, me lavo, me hago un te, duermo profundamente y despierto a medianoche desorientado por el calor que persiste a pesar del ruido del aparato de ventana.

 

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Pongo el despertador a las cuatro para ver el amanecer y vuelvo a dormirme. Para cuando suena la alarma, la refri había vencido al calor y no quería moverme. «Mañana», me prometo, y duermo otras dos horas.

 

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En el astabandera de la estación se posa un halcón colarroja, el viento matutino acaricia la tricolor y me emociono un poco. Termino de comer mi avena y salgo a la carretera. Luego trabajo, trato de enviar mensajes, pero entre el taller y la falta de señal telefónica empieza a consolidarse mi aislamiento de la Matrix. Me agrada. Más carretera, más sueño reparador, más alarmas pospuestas, la semana avanza. Para la clausura las mujeres traen carne con chile y tortillas de harina. Abandono mi dieta sin grasas y sin harina blanca y sin alcohol y me abandono a comer sopeando carne tibia y roja con pedazos de tortilla caliente. Afuera el calor sigue, por alguna razón el aire de la cocina enfría mejor que en la sala de juntas. Además tiene ventanas amplias, nadie atiende la transmisión de la Eurocopa que pasa en la tele. Lo disfruto. La felicidad es algo parecido a estos momentos de satisfacción y plenitud.

 

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Terminamos la primera etapa del trabajo, satisfechos y apurados nos vamos a la Estación Biológica porque nos han prometido un recorrido por los cráteres. Serán poco más de dos horas, de cinco a siete. Aprovecho la pausa para el cambio de vehículos y saco mi sombrero y mi Canon, cargo con un tripié que nunca uso pero supongo me hace parecer un fotógrafo de verdad.

 

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LOS CRÁTERES

Dicen que un desierto es una zona donde la escasez de lluvia, y agua, hacen imposible la vida humana. Y como siempre pasa, en cada desierto alrededor del planeta hay gente dispuesta a demostrar lo contrario. Antes, ahora y de seguir las cosas como van con el cambio climático, la raza de los aridófilos tiene un futuro prometedor. No hay que confiar mucho en la definiciones.

 

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Cuando los primeros cazadores y recolectoras llegaron al Pinacate todavía pudieron ver lava líquida, surgiendo suavemente en lo que ahora son campos de lava cerca del Centro de Visitantes, que por supuesto no existía hace diez años ni hace diez mil años.

 

Diptico pa Rene Cordova

 

Las dunas se han formado por un fenómeno que los habitantes del desierto conocemos bien y agradecemos. Y es que las noches son más frescas que los días hasta en veinte grados, y es esta diferencia de temperaturas la que agrieta y desgasta las rocas, proceso ayudado por el viento y las lluvias repentinas que desmoronan las rocas calentadas por el sol del verano. Estos procesos ocurren en todo el mundo, pero en los desiertos no hay materia orgánica que se mezcle con la arena y la fije al suelo, así que los pedazos ruedan y el viento arrastra o levanta los más pequeños hasta formar esas maravillas inestables y tentadoras.

 

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Y sí, la vida florece en las dunas, plantas y animales. Se adaptan al movimiento constante y la aridez extrema aliviada sólo por el rocío de la madrugada. Son esos delicados equilibrios los que se rompen e interrumpen con las carreras de boogies, sandboarding y otros deportes por inventar que afortunadamente están prohibidos en la reserva pero que atormentan a otras dunas alrededor del mundo.

 

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El desierto, en su desnudez permite ver la geología en acción. Por todos lados afloran las huellas de procesos de millones de años y catástrofes de proporciones mitológicas. Una pared de lava aquí revela una explosión lenta de lava viscosa; un cráter da cuenta de una explosión o varias; un cambio de color en la arena registra los cambios en los patrones de lluvia a través del tiempo; un abanico aluvial reúne granos de arena arrastrados durante miles y miles de veranos lluviosos.

 

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Las plantas también revelan estos cambios de humor del planeta, y la necedad de seguir en lo suyo, esa capacidad irritante de algunos seres de cambiar radicalmente para seguir siendo lo mismo. Las cactáceas que distinguen este paisaje evolucionaron de algún antepasado tropical hace apenas cinco o diez millones de años y ese pasado opulento se puede ver en las pretensiones de sus flores. Como las viejitas ex-ricas de las novelas de Luis Spota que sacan del empeño los cubiertos de plata para impresionar al aristócrata extranjero que las visita, las cactáceas producen flores de colores rojizos para atraer a los colibríes o fuertes flores blancas más bien planas para atraer a los murciélagos migratorios que llegan desde los bosques de Michoacán y Jalisco.

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Cada quien hace su luchita en estas tierras, y en la estación biológica nos muestran un pequeño murciélago que murió deshidratado agarrado de la alambrera de una ventana después de que un cambio del viento les impidió regresar a su cueva a tiempo. El viento caliente los hizo refugiarse a medio camino pero era demasiado tarde, murieron por decenas a pesar de haberse colgado de cada espacio con sombra en la estación. Quedo advertido y empaco un par de botellas de agua adicionales, a pesar de que la travesía va a durar sólo dos o tres horas.

 

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La primera parada es en el Elegante, un cráter de maar, palabra que el autocorrector se niega a aceptar y es una deformación germánica del latín mare que se usa para los cráteres con lagos interiores. Bueno, en Europa y otras zonas húmedas estos cráteres tendrían lagos… aquí sólo a veces, por unos días, y en el caso del Elegante unas huellas de sarro llamadas líneas de bañera en la superficie de las paredes que prueban que estas tierras han visto tiempos mejores y más húmedos.

 

Estos cráteres no son conos volcánicos que crecen desde la superficie sino que son como huellas de viruela en la faz de la Madre Tierra, surgen cuando una línea de lava toca un depósito de agua y la calienta hasta provocar una explosión catastrófica que arroja toneladas y toneladas de material impulsado por el vapor de agua. No hay flujo de lava, ni cenizas. Gracias a eso el camino llega casi al borde del cráter y hay un estacionamiento para autobuses que hacen que sea una visita cómoda, apta para aficionados a la geología alérgicos a los grampones y sin habilidades para el descenso con cuerdas, que por otro lado tampoco está permitido.

 

El ascenso es fácil pero nada nos advirtieron del ventarrón que sopla desde el fondo del cráter a todas horas, provocado por esa constante de los desiertos que es diferencial de temperaturas. O tomo fotos o detengo el sombrero, lo bueno es que Socorro hace honor a su nombre y me ayuda a cuidar mi Stetson de turista mientras trato de repetir las mismas tomas de todo mundo de los árboles al fondo del cráter, las líneas de fuga de la superficie y la silueta lejana del Pinacate y el Solito.

 

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La profundidad del agujero provoca pensamientos profundos pero la fuerza del viento se los lleva y todo son carcajadas y chistes sobre las ventajas del sobrepeso en estas circunstancias y lo engañosas que resultan las tomas cuando el viento te levanta la camisa.

 

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Camino al campo de lava, Ives nos cuentan como la zona núcleo de esta Reserva de la Biósfera, es decir, el área donde la actividad humana está más restringida por el plan de manejo vigente por sus valores biológicos, es propiedad ejidal. Aunque hay un proceso para una expropiación concertada con los ejidatarios, donde el Gobierno Federal acuerda una indemnización antes de  expropiar los terrenos económicamente improductivos que les otorgó en la fiebre agrarista de la época de Luis Echeverría, cuando el lema era: “Que sólo los caminos queden sin sembrar”. El proceso empezó con uno de los ejidos, pero hay otros diez que observan atentos para ver si es cierto que el Estado Mexicano está dispuesto a reparar el engaño y las falsas promesas de hace medio siglo para dedicar estas tierras a la conservación.

 

Esta reparación es uno de los compromisos adquiridos cuando el sitio fue declarado Sitio de Patrimonio Natural de la Humanidad por la UNESCO. En la recepción del Centro de Visitantes está una copia del certificado y el original observa los acuerdos y los trabajos en la sala de juntas donde nos reuníamos. No es poco ser sitio de Patrimonio Mundial, además de la atención de los turistas hay algunos fondos adicionales para la conservación y el desarrollo de las comunidades que viven en el área de amortiguamiento, como el Museo de Quitovac que me trajo a estas tierras.

 

El sol sigue cayendo, las sombras se alargan, las pupilas pueden abrirse al fin y de pronto me acuerdo de la cámara. Las fotos son cada vez más cálidas, las tomas más abiertas, el cielo es más azul. El atardecer nos encuentra en la orilla de El Colorado, el cráter de moda después de décadas de popularidad de El Elegante. Y pueden ver porqué, conforme baja el sol las sombras producen tomas cada vez más dramáticas, más saturadas, embellecidas por los lejanos cúmulos relampagueantes que se colorean de rosa con el crepúsculo. El viento sigue siendo una dificultad pero nadie se queja, a esta altura no levanta arena y permite que el calor de julio sea soportable, casi agradable, no hay humedad, el sudor funciona y las nubes a lo lejos prometen días mejores.

 

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Decido creerlo, aún al borde del abismo de catástrofes milenarias capaces de cambiar el curso de los ríos y los tiempos hay que dejarse llevar por la belleza de las posibilidades, por la evidencia de los logros de los esfuerzos del pasado, por la promesa de que los obstáculos del presente se convertirán gracias al azar y la inteligencia en los monumentos al éxito en el futuro. No queda de otra más que seguir, la refrigeración y la cena de avena con agua y mantequilla de cacahuate nos espera a varios kilómetros todavía.

 

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Texto y fotografía por René Córdova

 

Sobre el autor

José René Córdova Rascón es Antropólogo Social por la ENAH, maestro en Salud Pública con especialidad en Políticas Públicas por la Universidad de Arizona en Tucsón, director de Espacios Expositivos, S.C. y curador externo de la nueva exposición permanente del Museo Comcaac (antes Museo de los Seris) en Bahía de Kino, Sonora. Contacto: rrenecordova@gmail.com

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2 comentarios

  1. Gracias a René por esa descripción tan amable textual y literalmente, tan fluída y llena de imágenes -no sólo las fotográficas que son excelente-. Es una invitación para aquellos que no conocen el Pinacate.

  2. Excelente artículo sobre parte de mi desierto (Soy de San Luis Río Colorado). Un día me llegó la inspiración y escribí lo siguiente: ¡Cuántas cosas guardará el desierto!, desde arcaicas carretas, mosquetones y viejas armas de antiguos españoles que se atrevieron a cruzarlo y quedaron sepultados por las candentes arenas, esqueletos de caballos, mulas, burros, y ganado; viejos y oxidados armazones de vehículos que sufrieron descomposturas en la travesía; huesos humanos y utensilios de quienes no sobrevivieron al inclemente clima desértico; monedas y quizá billetes de los desafortunados que perdieron la vida en búsqueda de mejores horizontes; y hasta es posible que haya enterradas lanchas y pequeños barcos encallados en las corrientes marinas o del Río Colorado, cuando según algunas crónicas desembocaba cerca de lo que fue Puerto Isabel, cercano a lo que hoy es el El Golfo de Santa Clara; vehículos de guerra y transporte de los antiguos ejércitos que lo cruzaron; restos de armas y carromatos dejados por los filibusteros que el siglo antepasado intentaron adueñarse de Sonora, en fin, cuantos y valiosos tesoros estarán bajo las calcinantes arenas, las cañadas de la sierra del Pinacate y los mantos rocosos que fueron originados al enfriarse las corrientes de lava surgidas por las milenarias explosiones volcánicas, eso sin contar lo que ya fue extraído por quienes se dedican a explorar y buscar objetos raros.
    En nuestro desierto que hace millones de años vivió tiempos mejores y más húmedos, también se encuentra mucha basura que gente sucia e irrespetuosa con el medio ambiente arroja desde sus vehículos.

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