¿Qué cosa es el acoso? ¿Dónde queda la naturalidad y dónde lo políticamente incorrecto? ¿Qué hay de la cultura?
Nuestra querida Claudia vino del DF, caminó por las calles de Hermosillo y esto fue lo que le pasó

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Para mí, caminar por las calles de la Ciudad de México se ha ido convirtiendo en un acto de resistencia. Tengo que luchar contra el tiempo, mis prejuicios, el clima impredecible, la contaminación y la inseguridad.

 

Cuando era adolescente, viviendo en Hermosillo, caminar por la ciudad representaba para mí un gran acto de rebeldía: un grupo de neo-punks-fresas-disidentes caminábamos en manada haciendo alarde de nuestra inadaptación. Para salir de nuestras colonias no hacía falta carro, nos desplazábamos de las Fuentes al Palmar del Sol, pasábamos por Los Arcos, cruzábamos  lo que entonces era el campo de la Unison (un baldío lleno de mezquites, basura y escondites habitados por personajes del inframundo), hacíamos escala en la escuela de Comunicación, la plaza Emiliana de Zubeldía y seguíamos por todo el bulevar hasta llegar a la Periodista…

 

La aventura, el sentido de pertenencia y la diversión que esas caminatas implicaban, me hacían sentir poderosa, libre y un tanto excéntrica. Hermosillo, por varias razones sobre todo climáticas,  no ha sido particularmente una ciudad en la que la gente camine por gusto.

 

Cuando empecé a viajar, supe que en otros lugares caminar no era sólo para “rebeldes”, era parte de la actividad de esparcimiento de las personas, una acción compartida, disfrutable y sobre todo un derecho ejercido por los habitantes de cada ciudad.

 

Recientemente reviví esa sensación al máximo durante un viaje a Barcelona. Caminé durante horas cada día, gozando de los momentos más felices y más tranquilos de mi vida en los últimos años, disfrutando de espacios abiertos, arquitectónicamente sublimes, cruzando miradas sanas y amables, platicando un poco con cualquier persona con la que compartía un lugar de descanso, disfrutando de la convivencia armoniosa entre seres humanos de distintas generaciones sin exclusiones ni marginaciones, disfrutando de espacios públicos que les pertenecen a sus habitantes, pudiendo comer en paz sentada en una plaza, respirando, disponiendo del tiempo, de la propia vida…

 

Ese viaje me tuvo pensando mucho en mi país. En cómo tantos mexicanos hemos sido privados del derecho a una vida amable, en cómo durante 15 años en la Ciudad de México ha ido cambiando mi percepción y mi entusiasmo por vivir: de amar esa ciudad, de disfrutar el caos, la infinidad de gente, el anonimato, he pasado a internalizar una lucha permanente que inicia cada día con el esfuerzo de reunir la energía mínima para salir de mi casa, ver la cotidianidad fuera de foco detrás de los ojos permanentemente irritados, abrir espacio en la garganta cerrada para intentar expresarme hacia la nada, hacia donde ya muy pocos nos disponemos a escuchar; he naturalizado y aceptado la dificultad para respirar, el mareo, la náusea, los dolores en el cuerpo por pasar horas en un transporte público humillante, inhumano; ver la tristeza, la frustración, la miseria, la rabia en la cara de las personas, las miradas al piso, las miradas vacías; enfrentamientos, choques,  asaltos,  violencia,  abuso,  maltrato, la pasividad, la resignación y la creencia de que «la vida es así».

 

Al regreso de mi viaje me propuse resistir y mantener en mi cuerpo las sensaciones de gozo, de placer por  habitar la calle, intenté evadir la realidad generalizada caminando por los barrios que a ciertas horas aún me pueden engañar: la Condesa, la Roma, la Cuauhtémoc… un intento insostenible porque ya nada me parece genuino, ni verdadero. Lo que antes fue placer ahora se me muestra como pretensión, indiferencia, egoísmo, vacío.

 

Viviendo ese desencanto (por decir lo menos) tuve la fortuna de ir a trabajar a Hermosillo. Y para curarme un poco y aprovechando el maravilloso clima de mayo, se me ocurrió volver a caminar por las calles que en mi memoria enmarcan tan gratísimos recuerdos. Las peripecias vividas durante  esa caminata son las que me provocaron a compartir este relato, que empieza en las faldas del Cerro de la Campana, paseando nostálgica por los rumbos donde viví mis más enfiestados años…

 

Encuentro casi todo distinto, me pierdo un poco pero sigo pistas, ciertas esquinas, ciertos negocios. La memoria corporal guiándome a dar vuelta, a seguir derecho, a preguntarle a la gente….

 

-¡Oiga! ¿Para la Garmendia voy bien por aquí?

Un trabajador: Sí, ¿para dónde va?

-Para la Casa de Artesanos Hidalgo

-Ah sí,  por la Garmendia derecho. Está como a dos cuadras

 

Sigo mi camino y en la siguiente esquina veo a un hombre mayor que aprovecha la sombra de un mezquite para fumarse un cigarrito… Me gusta verlo, me recuerda a mi tata Neto y me dan ganas de saludarlo. Antes de abrir la boca para darle flujo a mi impulso el  viejito me suelta un aguardentoso “aaaaay que mujer tannherrrrrmosssssa” barriéndome enterita con una mirada que no coincidía en lo más mínimo con el tierno recuerdo de mi tata…

 

Me quedé helada con el contraste y me seguí de largo pretendiendo ignorar el piropo. En eso estaba cuando escucho una carcajada femenina detrás  mío, era una mujer empujando un carrito de paletas heladas, el pelo teñido de rojo, sin dientes, doblada de la risa por la escena de galanteo que acababa de ver. En un acto de evidente solidaridad a su género y con todo el desprecio hacia el pobre viejo dice casi gritando mientras pasamos justo frente a él:

 

Ve el pinchi viejo rabo verde, si hace ya rato que no se le para…jajajaaaaa

 

De la pena que medió no quise ni ver la reacción del hombre, pero no pude evitar la risa y la satisfacción de que una mujer le diera voz a lo que suele quedarse solo en mi pensamiento. La paletera siguió un rato caminando conmigo, continuando la conversación:

 

-Si así son los hijos de la chingada, como el pinche policía de aquí que me ve todos los días, anoche quien sabe que le dio que me dice: oye te estoy viendo desde ayer…y en eso que le llega la mujer trayéndole comida y yo le digo, a ver sígueme diciendo cabrón jaaaaaajajaja

 

Volvimos a reír y cuando ya me puso “fuera de peligro” se despidió con mucha naturalidad, como si nos conociéramos de antes.

 

Un poco apabullada y sorprendida por tanta intensidad, me iban dando vuelta en la cabeza ideas acerca de que con todo y la violencia en la CDMX un acto tan “políticamente incorrecto” y tan abiertamente desafiante de lo que en tantas campañas ya se cataloga como acoso sexual, ya no es tan común. Por otro lado, también muy agradecida por la muestra de solidaridad (tampoco muy común) por parte de la mujer, que indudablemente le dio un giro muy grato a una situación que en otro contexto hubiera significado para mí una agresión más por razones de género.

 

Distraída con esas reflexiones, me doy cuenta que desconozco de nuevo el territorio y le pregunto a una señora que atiende un negocio:

 

-Oiga, ¿esta es la Garmendia?

-Sí, ésta es

 

Antes de que retomara el camino un joven que estaba refrescándose con un “sodón”, de gafas oscuras, ropa y botas de trabajo cubierta de cal, piel curtida por el sol, se pone su mochila enorme en la espalda y me pregunta:

 

– ¿Pa’ onde va oiga?

-A la Casa de Artesa…

-Ah, yo voy para allá, yo la llevo.

 

Y empieza a caminar a mi lado colocándose gentilmente por el lado de la calle. En ese momento la lucha internalizada en mi cuerpo me bombardea de prejuicios y advertencias. Cabe mencionar que desde mi experiencia en la CDMX un encuentro de esa naturaleza en la calle no tiene vuelta de hoja, ES PELIGRO

 

Mi pensamiento: «Mierda y ahora como me lo quito de encima»

Mi cuerpo: «Relájate, no juzgues, confía, no pasa nada»

-¿Y a qué va ahí oiga?

-A una exposición de foto

-A qué suave, yo soy artista también

– ¿Ah sí, y qué hace?

-Unas calaveras con incrustaciones de vidrio, mi mamá es pintora

-¿Y tienes exposiciones?

-Yo no mi mamá si, le voy a dar su número para que le marque y le dé la página donde se ve nuestro trabajo

 

Y para mostrarme, saca de la mochila unas cruces de madera con el Padre Nuestro tallado en relieve, un trabajo muy lindo. En eso llegamos a mi destino, me deja en la puerta, pide una pluma, me escribe un teléfono en la revista que yo traía en la mano y se despide con una formalidad digna de otra época. En efecto, no pasó nada malo, no hubo peligro, fue un encuentro espontáneo, una conversación amable.

 

Otra vez se me cruzaban los cables. En mi limitada idiosincrasia, una cosa no coincidía con la otra. Hacía conciencia de que a pesar de sentirme muy libre de estereotipos, de modelos estandarizados, los valores que me rigen son tan universales como lo que es el universo para cada comunidad de la que soy parte.

 

Más tarde comentaba con alguien la curiosa experiencia que había sido la caminata. Al relatarlo me iba sintiendo  incómoda, molesta, divertida, agradecida, sorprendida pero definitivamente renovada, más tranquila, procesando la certeza de que  la vida no “es así” ni de ninguna manera definitiva.

 

La vida va siendo lo que yo voy asumiendo y puedo des-asumirlo cuantas veces sea necesario: me puedo mover de lugar, puedo conocer nuevos caminos, retomar los andados en otros tiempos, los espacios cambian, las personas cambian y también hay cosas, ideas que resisten y permanecen, que se descontextualizan, que de ser lo más natural en un tiempo se convierten en lo contrario. Voy viviendo con el derecho y la libertad para cuestionarme todo, para desestabilizarme, transformarme, resignificarme… mientras sigo caminando.

 

Por Claudia Landavazo

Fotografía de Juan Casanova

-realizada ex profeso para esta publicación-

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Sobre el autor

Claudia Landavazo vive en la Ciudad de México y es egresada de la carrera de Letras de la UNISON. Bailarina y coreógrafa de danza contemporánea, actriz de vez en cuando y se dedica desde hace algunos años a dar clases y al trabajo en comunidades y grupos vulnerables a través de la danza. Forma parte de CARPA Colectivo, donde desarrolla la metodología en Artes de Participación.

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3 comentarios

  1. me gustó el relato, la forma en como inicia presagia otro contexto, otra realidad, otra idea. ya en materia, comparto el sentimiento respecto al gusto por la caminata, pero tambien respecto al miedo, por el peligro que representa el deambular por un rumbo que, pese a habernos pertencido, hoy ya es terreno de nadie, o al menos, no nuestro. méxico se ha deshumanizado, y en ello, según mi humilde opinion, es donde esta la verdadera tragedia, pues todos los males que hoy nos aquejan, tienen su pernicioso inicio, justo en esta ya común característica de nosotros como sociedad, donde si nio me afecta, no me importa. puedo leer sobre violencia, abuso, crimen, corrupción, pero como ya me he vacunado contra todos sus efectos sentimentales, ya soy inmune, a menos claro está, que esos sucesos alcancen a mi vida o a la de mi circulo familiar inmediato. somo pues ya, una sociedad cada vez mas disimbola y dispersa. una que se muere en el esfuerzo y la percepcion recalcitrantemente individualista, que no individual. perdimos el sentido de comunidad, de solidaridad y de respeto por lo que somos, o mas bien, por lo que fuimos. mexico es hoy pues, una tragedia ambulante, una que no va hacia ningun lado y que sin embargo nos hace sentir, al borde del precipicio. gracias por escribir con tanta humanidad.

  2. Claudia, me gusta mucho que tu texto se haya abocado no tanto a retratar los acosos, sino otras caras del asunto, como son las quizás escasas pero aún existentes muestras de solidaridad, como el gesto de la paletera, y de amabilidad, como la del chico del «sodón», qué por cierto fue la escena que más me llegó, porque desgraciadamente en nuestro querido México, qué difícil es no reaccionar con desconfianza y miedo ante esos encuentros. Saludos y gracias por compartir.

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