Nuestro querido Toño Maya fue a la marcha por los 43
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“Esta lucha le pertenece al mundo”, exclamó con fortaleza uno de los padres de los normalistas desaparecidos en Iguala, Guerrero, ante miles de personas que abarrotaron la plancha del Zócalo de la Ciudad de México, la tarde del lunes 26 de septiembre del presente año. Luego de dos años de la desaparición de los 43 estudiantes de la Escuela Normal Raúl Isidro Burgos, Ayotzinapa se ha convertido en un símbolo inmarcesible que poco a poco va recogiendo las batallas por la verdad, la justicia y el dolor dirimidas en los últimos años, gracias a la voluntad inquebrantable de esas familias humildes y desafiantes de los normalistas que han alzado la voz en contra del malogrado gobierno, enseñándonos el valor inigualable que irradia su dignidad. A las 4 pm un nutridísimo contingente bastante heterogéneo en su perfil social, pero impulsado por el objetivo común de protesta, avanzó lentamente sobre la emblemática avenida Reforma, uno de los espacios destinados a visibilizar las luchas sociales y preservar la memoria doliente del México moderno y contemporáneo.

 

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Al llegar al Ángel de la Independencia y ver congregadas a miles de personas alrededor del monumento, me di cuenta que los terribles sucesos de Ayotzinapa no sólo han globalizado el ánimo disidente, sino que también han posibilitado la realización de acciones colectivas de resistencia inéditas en la historia reciente del país. Radicalizar la esperanza, globalizar la resistencia. Verdaderamente duele lo sucedido y envenena la indiferencia estatal. A medida que avanzábamos hacia la plancha capitalina iba pensando en que la desaparición de los jóvenes puso en el centro de la discusión pública de México y en varias partes del mundo, el cinismo con el que actuaron las autoridades encargadas de salvaguardar la verdad de los acontecimientos y exhibió a todas luces la incompetencia del llamado “Estado mexicano”. Si de algo están convencidos las conciencias críticas que emergen entre amplios sectores del territorio nacional y allende a nuestras fronteras, es que fue el Estado quien desapareció a los normalistas. Hay indicios que permiten aseverarlo; de hecho, yo lo creo así, porque una hojeada a los recientes estudios sobre los años de la guerra sucia durante los años setenta permite vislumbrar que la desaparición forzada ha sido una estrategia política que tiene su propia historia trágica.

 

A dos años de la desaparición de los estudiantes de Ayotzinapa, asociaciones civiles, comités ciudadanos, defensores de derechos humanos, sindicatos de trabajadores, grupos estudiantiles, víctimas de la injusticia y diversos sectores de la sociedad civil, marcharon una vez más con los padres de los normalistas luego de cumplirse dos años de la noche fatídica de Iguala. Durante varias horas, el canto solemne hizo de la esperanza una consigna solidaria: “Nada, nada, nada, no vamos a parar, hasta encontrar con vida, a los de la normal”. No esperamos tanto para ponernos en marcha decididos a desnudar el clima de hostigamiento que viven los padres de los normalistas por parte de las autoridades del Estado de Guerrero, cuyo “delito” es hacer del reclamo organizado un elemento de comunicación. “La sangre no puede ser la tinta con la que se escriba la reforma educativa”, increpaban abiertamente algunos asistentes mediante sus mantas, mientras que los padres, arriba del estrado, ratificaban el valor histórico y social del encuentro: “No vamos a conmemorar nada, queremos encontrar a nuestros hijos”, reiteró cada uno de los padres en su intervención. Efectivamente, no se trató de una marcha conmemorativa ni de un expectante aniversario, fue una oportunidad más para salir a las calles y exigir la presentación con vida de los normalistas y castigo a los culpables, porque desde el 26 de septiembre de 2014, Ayotzinapa es un experiencia dolosa que se repite todos los días, como lo apuntó Joaquina, madre de un joven normalista desaparecido: “Hoy estamos como si fuera el primer día, y yo les pregunto a esas madres, ¿qué harían si uno de sus hijos no llegara a casa?”. Seguimos caminando enlutados, festivos y clarividentes, a un zócalo irremediablemente dispuesto para impedir una manifestación masiva.

 

Una característica de la marcha fue la actitud diversa de los participantes; unos danzaban, cantaban y gritaban consignas en contra del mal gobierno encabezado por Enrique Peña Nieto; otros sometían la mirada rabiosa a un doloroso silencio por los normalistas y miles de desaparecidos en lo que va de esta administración. Llamó mi atención la presencia de muchas familias que desfilaron junto a sus hijos pequeños, empujando sus carriolas y mostrando coloridas pancartas con el 43, número que sin lugar a dudas se ha convertido en el emblema de la resistencia social por la desaparición forzada. Y pensaba en lo doloroso que sería para mí llegar a casa y enfrentarme a la ausencia repentina de un ser querido. Mientras gritaba “no están solos, no están solos” cavilaba en lo que sería para un padre campesino de Iguala, llegar a casa contando los días sin ver a su hijo desaparecido. “Si no hacemos nada, serán otros padres los que buscarán a sus hijos, serán otras madres las que llorarán la ausencia de sus hijos”, recalcó otra madre en el zócalo, al tiempo que avizoraba no muy lejos de mi lugar, un par de camisetas de los niños del ABC. Manos ensangrentadas descuelgan en el horizonte, susurros que preguntan en dónde están…

 

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No puedo escribir los nombres de un dolor que me rebasa, pero puedo imaginarme los horrores de una angustia interminable. Caminábamos en medio de una lluvia anunciada, sin descanso, sin lugar para la renuncia. Entre sátiras, manifiestos y poesías, los marchistas transitaron lúdicos a través de los puntos más importantes de la avenida, encontrando a su paso manifestaciones de apoyo por parte de una comunidad persuadida por el bullicio de los miles de indignados, los cuales no perdían la oportunidad para invitar a los incrédulos, trasnochados y “leydis” a sumarse al incansable movimiento.  Y cada paso dado, manifestaciones incendiaban el ambiente mediante consignas de amplia resonancia: “México es un país que, por levantar la voz, te desaparece”, porque es verdad, ser disidente en una nación gobernada por plagiarios, ladrones, matones de corbata blanca y defensores de las buenas costumbres, es sinónimo de sospecha incesante. Por tal razón, Ayotzinapa es desde hace dos años, un hito en la historia contemporánea de México, un marcador cultural de incalculable experiencia lesiva, porque se trata de uno de los acontecimientos más dolorosos para las familias de los estudiantes que nunca imaginaron a sus hijos como desaparecidos. Un marcador cultural que para una mayoría de mexicanos que día con día sobreviven en un país a la deriva, equivale a una afrenta que no merece el perdón y no permite el olvido. Desde las marchas en contra de la imposición del presidente en 2012, no recuerdo manifestación alguna (al menos en la capital) en la que convergieran al mismo tiempo la rabia, la indignación, la creatividad, el respeto y la mirada lúdica como la del pasado lunes. Al ver los floridos rostros, las pancartas y las formas de organización colectiva, me convencí (una vez más) que para combatir a los poderosos y derribar el manto de impunidad que franquea en Los Pinos, es necesaria la eclosión de una cultura comunitaria, de una escritura subversiva, de una plástica combativa y una gráfica disidente, porque en esos productos culturales que surgen desde abajo, se van tejiendo historias que apuestan por el cambio social.

 

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Al llegar a la plancha capitalina, un silencio se apoderó del estrado, expectantes caminamos hacia el templete en el cual estaban sentados los padres de los normalistas y un pequeño grupo de acompañantes. “Justicia, castigo y verdad”, así fue como uno de los oradores sobrevivientes definió Ayotzinapa. Justicia para las familias, castigo a los responsables y esclarecimiento de los hechos. Minutos antes de que los padres tomaran la palabra, una anciana lloraba a mi lado, otro joven fumaba desesperado a un costado, otro señor sostenía a su hijo con la bandera negra de México y pensé: este es nuestro silencio, nuestra rabia muda que molesta al truhan de la peste adinerada, al acumulador libertino que asesina, hostiga y desaparece; esta es la noche de los gritos ausentes, de los reclamos disidentes que derrocarán a un gobierno televisivo desprestigiado y manchado de sangre. Cada uno de nosotros lleva atado al corazón su propio Ayotzinapa como un marcador cultural que seguramente en nada se asemeja a la experiencia terrible de los familiares de los normalistas, pero que sin lugar a dudas serpentea en nuestra consciencia como un anticuario persistente de la ignominia del México actual. ¡Ayotzinapa vive, la lucha sigue!

 

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Por José Antonio Maya

Sobre el autor

Psicólogo por la UAM Xochimilco, maestro en historia por el Instituto Mora y cuasi doctor en historia por la UNAM.

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1 comentario

  1. «México huele a muerte, buscamos a 43 y encontramos a miles sin rostro, sin identidad.» Dos años buscando a sus hijos, viviendo la incertidumbre ¿Que dolor puede ser más grande que eso?
    ¿Porqué aquí en Hillo. no se organizó una marcha? Dicen muchos que no sirve de nada pero ¿Que sería de las luchas sin el apoyo del pueblo? Es lo menos que podemos hacer.
    Que buenas fotos, gracias por compartir.

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