De Juan José Arreola aprendí en particular dos cosas: el gusto por la página perfecta y la falsedad del provincianismo literario. Respecto a lo primero, no recuerdo bien qué leí primero de él, quizá Varia invención (1949) o La palabra educación (1973), pero sí recuerdo con nitidez que me hipnotizó, como sigue haciéndolo hasta hoy, por la concisión y elegancia rotunda de su lenguaje, por esa voluntad artesanal que adquirió, según él, por su temprano gusto por la recitación y porque su padre había sido carpintero. Después leí a Borges, a Reyes, a Rulfo, a Monterroso y a otros prosistas meticulosos de la lengua española, pero mi intuición original sobre qué constituía una página perfecta siguió anclada en el ejemplo de Arreola. Con él sentí por primera vez la mezcla de placer y respeto que provoca un texto literario perfectamente hilvanado, sin gestos desproporcionados ni adornos superfluos, un objeto autónomo, pulcro e irreductible. Muchos de mis actuales gustos y prejuicios literarios provienen de esa experiencia original.

Lo segundo que menciono se refiere a la obsesión por la autenticidad, una manía que aqueja aún nuestra literatura y en particular la que se escribe fuera de la Ciudad de México. La obra de Arreola, o al menos así me pareció en aquellos años, me confirmó que quien busca deliberadamente ser auténtico en un sentido importante ya no lo es; que la autenticidad, el color regional de una obra, viene por sí sola o no viene, y no se la puede definir de antemano. Como se sabe, el jalisciense se deleitó con temas tan genéricos como animales salvajes, reyes, Dios, descubrimientos fantásticos, amores platónicos y trenes que, como la vida misma, nos conducen a destinos inesperados. Y aunque también desarrolló cierta vena costumbrista, sobre todo en su única novela, La Feria (1963), hecha de retazos y brincos en el tiempo y en la que el verdadero protagonista es Zapotlán el Grande (“Un pueblo que de tan grande nos lo hicieron Ciudad Guzmán hace cien años”), Arreola es más conocido por sus cuentos y miniaturas que no parecen provenir de ningún sitio en particular (o que parecen ser, en todo caso, de cualquier lugar en el que se aprecie el buen español) . Con todo, y a pesar de lo que dijeron algunos de sus primeros críticos (que Arreola no era otra cosa que un “estilista” especialmente dotado), incluso en sus narraciones más “atemporales” y de mayor rudeza modernista se puede percibir, quizá por la elección de algunos vocablos arcaicos o por la parquedad de la expresión, el habla de los arrieros y los silencios de los pueblos y las amplias planicies de la provincia mexicana. He ahí, pensé, un escritor muy nuestro y a la vez muy de todos. Supe entonces que muchas veces (¿o siempre?) ahondar en lo propio través del lenguaje no nos conduce a expresar lo que nos hace únicos, sino lo que nos hermana con los otros. La inquietud por lo auténtico (en la elección de temas, de lenguaje o, peor aún, de convicciones políticas) tiende a producir obras acartonadas que reproducen imágenes de lo local que invariablemente contrastan mucho con nuestra diversidad cultural y con nuestra universalidad humana.

Agregaría que Arreola fortaleció -también en mis inicios como lector- mi devoción por los clásicos. Cierto que él llevó las cosas al extremo, tanto en su vestimenta como en su rechazo de casi toda la literatura contemporánea. Pero supo afirmar y encarnar (como declamador y actor) la defensa de ciertos valores literarios que aun hoy se rebajan en el afán por leer y celebrar todo lo novedoso y de escribir según las pautas de la cultura pop. En los inicios de la avalancha posmodernista que me tocó padecer, persistía en nuestro medio cultural y en la televisión esa figura algo ridícula y ciertamente demodé que nos recordaba con insistencia que Homero, Quevedo y Jaufré Rudel eran tan o más nuestros contemporáneos que Auster, Kundera, o Perec, por mencionar sólo algunos de los novelistas cuya obra discutíamos a fines de los ochenta del, ¡ay!, siglo pasado. Recuerdo también que en un programa que protagonizaba Arreola en Radio Educación, la locutora (Fernanda Tapia), algo desesperada porque el anciano escritor llevaba tres emisiones hablando de sólo uno de sus libros predilectos (El otoño de la Edad Media, de Johan Huizinga) y aturdida ya de tantas princesas, caballeros, iglesias y escenas de amor cortés le preguntó: “Pero díganos ya, maestro, ¿no le gusta, por ejemplo, Vargas Llosa, Carlos Fuentes o García Márquez?’”. Arreola contestó: “No, no me interesa leer periodistas”. La frase, después de provocarme una risa breve, y tras pensarla un buen rato, me pareció apenas exagerada y me ha perseguido hasta hoy.

Hay por último otra gran herencia de Arreola: las quizá miles de horas de Arreola en radio y televisión prodigándose en lo que, junto con escribir, sabía hacer mejor: hablar. “Yo”, solía decir, “soy un ‘hablista’. No un ‘hablador’, pues eso podría dar lugar a malinterpretaciones”. Tampoco la etiqueta de “conversador” le venía bien, pues lo suyo era el monólogo, la improvisación, el espectáculo con el que se cautivaba a sí mismo y a los que lo pudimos (y podemos aún) escuchar y ver. Simplemente no sé de ningún escritor contemporáneo suyo que haya sido tan capaz de hablar y hablar con tal desenvoltura de las muchas cosas que sabía e incluso (como él mismo lo confesó) de lo que desconocía. Para rescatar, clasificar y conservar este patrimonio de la prosa oral hace falta un gran trabajo de edición que, para empezar, haga a un lado las muchas horas en que, ya muy viejo, pasó de mago de las palabras a bufón telonero de programas bobos de televisión (porque, díganme, ¿qué diablos tenía que andar Arreola discutiendo con Thalía y Veronica Castro?).

Lo vi una vez, en una abarrotada aula Magna de la Facultad de Filosofía y Letras, en uno de los muchos homenajes que la Universidad Nacional le organizó. El pelo ensortijado, la mirada astuta aunque un tanto distraída, el rostro hinchado y muy colorado. El maestro lucía cansado y quizá agobiado por la presencia de tanta gente en un espacio tan chico. Eso sí, lucía ese brillo que siempre tuvo en los ojos. Comenzó a hablar, con voz no muy fuerte y, tras algunos titubeos que presagiaban una charla más bien breve, se empezó a animar y discurrió largamente con gracia y erudición deslumbrantes sobre los temas que amaba, y aun de otros: las palabras, la educación, los grandes y pequeños poetas de España, Miguel de Cervantes, la poesía provenzal, Ramón López Velarde, Xavier Villaurrutia, Marcel Proust, el ajedrez, Zapotlán el Grande, el ping-pong. Murió pocos años después, un 3 de diciembre de 2001, y el pasado 21 de septiembre habría cumplido cien años.

Por último, deseo compartir un pequeño texto que cuento entre los mejores de Arreola y que, además, si hacemos caso al poeta José Emilio Pacheco (y no veo razón para dudar de su palabra), pertenece a una obra (Bestiario, 1972) que le fue dictada (en su totalidad o en buena parte) por el propio Arreola, quien tenía prisa por terminarla porque había recibido ya del Fondo de Cultura Económica un anticipo para su entrega. Salvo, quizá, por la última oración que comienza con una conjunción y frena un poco la resolución del texto, esta descripción de un hipopótamo en el zoológico de Chapultepec es un magnífico ejemplo de esa perfección de la que hablé, conmovido, líneas atrás.

EL HIPOPÓTAMO

Jubilado por la naturaleza y a falta de pantano a su medida, el hipopótamo se sumerge en el hastío.

Potentado biológico, ya no tiene qué hacer junto al pájaro, la flor y la gacela. Se aburre enormemente y se queda dormido a la orilla de su charco, como un borracho junto a la copa vacía, envuelto en su capote colosal.

Buey neumático, sueña que pace otra vez las praderas sumergidas en el remanso, o que sus toneladas flotan plácidas entre nenúfares. De vez en cuando se remueve y resopla, pero vuelve a caer en la catatonía de su estupor. Y si bosteza, las mandíbulas disformes añoran y devoran largas etapas de tiempo abolido.

¿Qué hacer con el hipopótamo, si ya sólo sirve como draga y aplanadora de los terrenos palustres, o como pisapapeles de la historia? Con esa masa de arcilla original dan ganas de modelar una nube de pájaros, un ejército de ratones que la distribuyan por el bosque, o dos o tres bestias medianas, domésticas y aceptables. Pero no. El hipopótamo es como es y así se reproduce: junto a la ternura hipnótica de la hembra reposa el bebé sonrosado y monstruoso.

Finalmente, ya sólo nos queda hablar de la cola del hipopótamo, el detalle amable y casi risueño que se ofrece como único asidero posible. Del rabo corto, grueso y aplanado que cuelga como una aldaba, como el badajo de la gran campana material. Y que está historiado con finas crines laterales, borla suntuaria entre el doble cortinaje de las ancas redondas y majestuosas.

Por Héctor Islas Azaïs

Sobre el autor

Filósofo, ensayista, editor y traductor cajemense. También le hace a la promoción cultural y ha sido profesor en diversas instituciones de educación superior en Hermosillo, Cajeme y la Ciudad de México. Lleva ya un rato trabajando en la UNAM. Se obsesiona con la ética y la filosofía de la religión, aunque en su siguiente vida quiere ser compositor o novelista —o, si las anteriores opciones fallan, cronista de béisbol—. Últimamente le ha dado por averiguar cómo hacerle para que la filosofía vuelva a ser una actividad relevante en los espacios públicos y educativos.

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4 comentarios

  1. Buen día. Celebro la presencia de Héctor Islas en CRÓNICA SONORA. Ahora la vara ha sido colocada un poco más alta. Tendré que esforzarme más. Me confieso un admirador de Juan José Arreola, en especial de dos cuentos suyos: «La migala» y «El faro». Y eso de «no leo periodistas» es, coincido, una frase que desde hoy también me persigue. Misógino, humorista, canalla y perverso, Juan José Arreola siempre ha sido santo de mi devoción. SALUDOS.

    1. Gracias por leer y comentar, estimado Horacio. Hubo aspectos de Arreola que no pude ya incluir en el texto, pues hubiera quedado innecesariamente largo. Uno de ellos es uno que mencionas: su misoginia. También su ironía, el filo hiriente de muchos de sus cuentos y frases. Otra característica muy destacada de su persona: su enorme generosidad como maestro. Enseñó todos sus secretos a varias generaciones de escritores, incluidos a los de la llamada «literatura de la onda» como José Agustín, René Avilés Fabila, Gustavo Sáinz. Escritores cuyas obras hacían que Arreola se quisiera morir; pero de cualquier forma les echaba la mano.

      1. Coincido en lo de la vara, Horacio, discrepo en lo de los periodistas, aunque qué buena frase del viejo.

        Por lo demás, muy honrados de tenerte entre nosotros, Héctor.

        Salud!

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