Hubo una mesa homenaje a Bradbury y un texto que ahí no se leyó.

Pero aquí sí.

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En el ensayo Invirtiendo centavos; Fahrenheit 451, Bradbury dice:

 

Yo no lo sabía, pero estaba escribiendo una novela literalmente barata.

En la primavera de 1950, escribir y terminar el primer borrador de El Bombero, que más tarde sería Fahrenheit 451, me costó nueve dólares y ochenta centavos, en monedas de diez.

 

Bradbury, que desde 1941 hasta entonces había escrito sus relatos en el garaje de su casa, decidió buscar un mejor lugar dónde trabajar. Lo encontró en la sala de mecanografía del sótano de la biblioteca de la Universidad de California, en Los Angeles. Allí alquilaban viejas Remington o Underwood a 10 centavos la media hora. Acompañado por el incesante tecleo que producían sus dedos, rodeado de libros, revisando volúmenes, terminó la primera versión de Fahrenheit 451 en nueve días.

 

 

Menciono esto porque, revisando sus libros, tanto ensayos, como ficción y no ficción, descubrimos que Bradbury no concebía el mundo sin los libros. En Fahrenheit 451 obviamente los libros son el eje, el centro de la trama, pero en muchas de sus historias éstos permean incluso la atmósfera del relato. Por ejemplo, en el libro de cuentos El Hombre Ilustrado, el personaje homónimo es la vértebra, el vínculo, la especie de Sherezade que hila las historias, pues en este personaje cada uno de los tatuajes cuenta una historia, su propia historia. Después, en la novela La feria de las tinieblas, aparece una variante del Hombre Ilustrado, representado por Mr. Dark (el maestro de ceremonias de un circo creepy), cuyos tatuajes son la rúbrica de cada alma que ha condenado. En esa misma novela, Charles Halloway es un bibliotecario con sus propios demonios, pero que tiene a los libros como aliados:  para interpretar, discernir el entorno y  resolverse. ¿No es, después de todo, esa la función de la literatura?

 

 

Pareciera que las historias de Ray Bradbury siempre transcurren en un filo crepuscular, como si un otoño perpetuo latiera en cada escenario. Aun en sus especulaciones espaciales, las narraciones desembocan o comienzan con esa melancólica, lenta pero inminente y hermosa decadencia de flor marchitándose, de Planeta Rojo moribundo. Sin embargo, siempre cabe la alegría y la esperanza.

 

 

Bradbury, igual que Asimov, Phillip K. Dick y Fritz Leiber entre otros, comenzó publicando en revistas populares durante la era dorada del pulp. Con el tiempo, la mayoría de estos autores se inclinaron casi exclusivamente a la preocupación distópica, la especulación futurista, tecnológica, el miedo y la reflexión de la máquina sustituyendo al hombre. Pero Bradbury, aunque no dejó de aportar material concerniente a las inquietudes del futuro, siempre regresaba a los años dorados de su juventud, a los pueblos verdes norteamericanos que en octubre se tiñen de sepia, pueblos entonces sombríos iluminados por las calabazas de Halloween en los porches y la llegada de las ferias ambulantes y los circos que, en uno de sus ensayos, Bradbury describió así: “Me acordé de las cinco de la mañana, de las llegadas del Ringling Brothers o el Barnum and Bailey en la madrugada y los animales desfilando antes del amanecer, rumbo a los prados vacíos donde las grandes tiendas se alzarían como hongos increíbles”. No es casualidad que estos escenarios se parezcan tanto a Waukegan, Illionios, el lugar donde nació. De allí el que yo destaque La feria de las tinieblas en lugar de los clásicos Fahrenheit 451 y Crónicas Marcianas.

 

 

Los tres libros arriba mencionados son igual de buenos y desconcertantes: si mi perspectiva de lectora eligió La feria de las tinieblas (libro aún más desconcertante desde su título en inglés; Something Wicked This Way Comes) es porque en ella encuentro más condensados los fantasmas que acompañaron al autor. Me refiero a fantasmas buenos, gentiles, nostálgicos; es decir los libros, la prosa poética y la infancia. La novela se publicó en 1962, doce años después que Crónicas Marcianas y nueve  después que Fahrenheit 451, y, a diferencia de éstas, La feria de las tinieblas no es sci-fi sino fantasía con mezcla de horror. Esto no la hace mejor ni peor que las otras. Tal vez sólo permite mostrarnos que Bradbury, ya con solvencia, renombre y excelente aceptación del público por su novela Dandelion Wine en 1957 (que más que sci-fi es una especie de autobiografía surrealista), decidió darse tiempo y libertad para escribir las cosas que muchas veces los robots y viajes espaciales no permiten. Y es curioso que a partir de Dandelion Wine Bradbury comenzara a tener la confianza de escribir teatro, relatos y novelas más apegadas a la fantasía que a cualquier género futurista.

 

Pues bien, si no han leído La feria de las tinieblas, les contaré un poco. A finales de octubre, en Green Town, Illinois (trasunto de Waukegan) llega la feria de Mr. Dark, de cara pálida y “chaleco rojo como sangre fresca”, que cambiará la vida de medio pueblo. Desde el primer capítulo, con la aparición del vendedor de pararrayos, el lector notará la poesía tenebrosa que rodea la trama hasta el final, siguiendo de cerca a los protagonistas; Jim Nightshade y William Halloway, dos niños a pocos días de cumplir los catorce años… “Y en esa misma semana de octubre crecieron durante la noche, y ya nunca más fueron tan jóvenes”. Entre las atracciones de la feria hay un carrusel que a cada vuelta te vuelve un año más joven, pero a cambio de terribles consecuencias. Y el papá de William, Charles Halloway, que desde hace tiempo se siente viejo, estará tentado a subirse a la embustera atracción. Para combatir a Mr. Dark, Charles Halloway cuenta con dos poderosas armas: el amor hacia su hijo y el trabajo de la biblioteca, “ese mundo cerrado de ladrillos de papel y cuero”.

 

En la obra de Ray Bradbury la fragilidad de las infancias, las adolescencias y las edades adultas se entrelazaran hasta mezclarse y formar una substancia orgánica, como un reflejo de lo que los adultos guardamos dentro; hemos vivido, seguimos viviendo, pero alguna vez fuimos más jóvenes, y más jóvenes, y fuimos niños. Por qué no dejar que ese niño que nos habita siga imaginando.

 

 

Por Berenice Benítez Camou

En la imagen, mesa homenaje a Bradbury en Casa Madrid. Fotografía de Benjamín Alonso

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Sobre el autor

Berenice Benítez Camou (Nogales, Sonora) estudió Ciencias de la Comunicación en la Universidad de Sonora. Textos suyos han aparecido en medios digitales e impresos.

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3 comentarios

      1. MUCHAS FELICIDADES SENIORITA BERENICE, ME ENCANTO SU RELATO Y LA FORMA DE INTERPRETAR Y DARNOS A CONOCER MAS SOBRE BRADBURY, ESTAREMOS YO Y MI FAMILIA AL PENDIENTE DE SUS FUTURAS PUBLICACIONES. SIGA ADELANTE Y QUE DIOS LA BENDIGA.

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